“Si algo puede salir bien, saldrá bien”, solía repetir la madre de Elizabeth cada día de su vida. Desde que había nacido, la buena suerte había acompañado a la chica. Llego al mundo en el seno de una familia pudiente de la alta Inglaterra victoriana. De complexión alta y delgada, una piel pálida, unos hermosos ojos verdes y un cabello castaño abundante, sus padres sabían que sería fácil casarla con un hombre rico. Aquello en lugar de ponerla feliz, como era de esperar, la incomodaba.
“Todo es más fácil de lo que parece” canturreaba la mamá de la joven casadera mientras le recomendaba usar sus perlas aquella noche, donde conocería una gran cantidad de potenciales maridos y tenía que estar en su máximo esplendor. No había forma de que su progenitora entendiera que al igual que las pesadas perlas, toda aquella situación le molestaba.
“Los que viven más cerca, siempre llegan primero” comentó su padre de forma risueña mientras la familia observaba como los invitados a la fiesta iban llegando. La convocatoria probó ser un verdadero éxito. Para el malhumor y desagrado de Elizabeth, el hecho de que buscara marido era un acontecimiento importante. Muchos pretendientes estaban allí para manifestar su entusiasmo.
“Los enemigos vienen y van, pero los amigos se acumulan” la susurró Anne, su hermana, al oído entre saludo y saludo a los invitados. La sala se iba llenando, y cuanta más gente arribaba, más se irritaba Elizabeth. Habría dado lo que fuera por escaparse de aquella familia tan positiva y ahogarse con tranquilidad en su melancolía.
“Nunca es nada tan bueno que no pueda mejorar” dijo Sir Arthur, el padre de Elizabeth con alegría. El soltero más codiciado, un conde de alguna región cercana se había presentado allí esa noche para la emoción y algarabía de los presentes. Seguro que el evento saldría en todos los periódicos locales. Aquello ya fue el colmo para la enfurecida Elizabeth que maldecía su buena fortuna, así que salió al patio a disfrutar de su irritación.
“Nunca nada es tan malo que no pueda empeorar”. Allí, en el jardín delantero había un hombre bajito y de cabellos ralos que batallaba en ese momento con un paraguas negro que no se quería cerrar. Llevaba un traje muy elegante y caro, que le quedaba espantoso y su paraguas, también muy costoso, además de mojado por la lluvia, parecía roto. Elizabeth no recordaba que estuviera lloviendo, así que con curiosidad se acercó al hombre y se presentó.
“Los amigos van y vienen, pero los enemigos se acumulan” dijo el hombre mirando a las personas que llegaban a la mansión. Con gesto brusco le explicó a Elizabeth que estaba allí porque un conocido suyo lo había engatusado para que fuera a la fiesta y que en realidad no conocía a ninguno de los presentes, sólo a un puñado de hombres con los que hacía negocios. La actitud negativa del sujeto agradó mucho a la joven Elizabeth que decidió saber más de él.
“Los que viven cerca llegan siempre últimos” comentó el caballero haciendo referencia a su amigo, quien lo había engañado y por el momento no se dignaba a aparecer. Elizabeth miraba al extraño con cada vez más entusiasmo. Aquella persona era una bocanada de aire fresco comparada con su familia tan positiva, rodeada siempre de alegría y razones para celebrar. Era muy placentero no sentirse desubicada en presencia de otra persona.
“Nada es tan fácil como parece” el desconocido seguía peleando con su paraguas, que no sólo negaba a cerrarse, sino que también se había roto en un nuevo lugar. Su aura de negatividad y malas vibraciones atraía cada vez más a Elizabeth, que se sentía fascinada. Estaba claro que aquel hombre le sacaba unos diez años, aunque si estaba allí y sus padres habían consentido que fuera invitado, debía tener una buena posición económica. Pero era todo lo que sabía de él. El resto era un enigma que la atraía y seducía.
“Si algo puede salir mal, saldrá mal” dijo el hombre resignado, cansado de luchar con el paraguas que se terminó de despedazar en sus manos. Justo en ese instante comenzó a llover otra vez. El caballero parecía angustiado y perdido mientras las gotas de lluvia comenzaban a mojar su pelo y ropa. Elizabeth lo tomó del brazo fascinada y lo llevó consigo a cobijarse bajo un toldo y le comentó a extraño que no se había presentado. El señor Murphy, dijo el hombre buscando entre su ropa un pañuelo, sólo para darse cuenta de que no llevaba uno. La joven le prestó el suyo sonriendo extasiada por primera vez en la noche. Estaba segura que había conocido a su futuro marido.