¡ADVERTENCIA! Este cuento es la continuación de otro. Sugerimos comenzar la lectura por el Capítulo I: Arpías
Es una gran mentira. Un montón de tonterías. Bueno, puede ser que en la mayoría de los casos el mito sea aplicable, puede ser que la que la excepción sea yo. En verdad que la mayoría de las hadas tienen buenas intenciones y buena onda. Pero no pueden decir que todas, todas. No, no. Porque yo soy hada y en general mis intenciones están lejos de ser buenas.
Tampoco es que yo sea una ser cruel y maligno. No, nada que ver. En el tribunal al que me sometieron al final me juzgaron como mala leche nomás. Por eso me dejaron ir en paz y no me clasificaron como peligrosa ni nada por el estilo. Sólo se limitaron a vetarme de mis funciones y recomendarme que me buscar un lugar mejor donde pastar.
Mi función. Seguro que vos la conoces. Yo soy un hada de los sueños. Todas las criaturas, independientemente si son humanas, no humanas, mágicas o no mágicas, todas, todas, todas mientras duermen, sueñan. Nosotras, las hadas, nos encargamos de que en la mente de todo ser viviente al dormir haya un equilibrio entre sueños feos y sueños lindos. Para así conservar un perfecto equilibrio entre la desilusión y la ilusión.
Yo sé que no soy la única de mi tipo. Estoy segura que hay más como yo esparcidas por todo el mundo. Pero todos quieren negar de la existencia de ellas. Me llamo Sandra, pero me llaman el hada mala onda. La corta sueños. Y si vos alguna vez tuviste un sueño delicioso, que estabas disfrutando a pleno y de repente te despertaste, bueno, eso quiere decir que tuviste el placer de conocerme.
Retomando un poco lo que contaba antes, por ser como soy, fue que me echaron de donde yo vivía. Me invitaron a retirarme con mucha amabilidad. Que me echaran no me iba a hacer menos hada ni cortasueños. Pero ellos se libraban de mí como trabajadora del gremio y ahora me convertía en una free lance. Menos ganancias y beneficio, obviamente, pero bueno, antes que ser por completo desposeída de mis poderes y mi trabajo, cualquier cosa.
Así fue como vine a parar al edificio de mala muerte en el que vivo ahora. Una vieja enclenque es la encargada. Por ahora sólo pude ver un poco a mis vecinos. El edificio es medio nuevo. O al menos acaba de ser remodelado. Por lo poco que vi, a parte de la casera, viven en él tres hermanas agitadoras, que se caen de la pinta de facilonas que tienen, una chica y un chico.
Parecía mentira, que siendo los únicos en la casa, se hubiera dado aquella situación tan obvia. En el momento en que los vi charlando, casualmente en el corredor, me di cuenta que había algo más que simple camaradería entre ellos. No importa que él tuviera una pinta muy metrosexual, rayando otras cosas, a parte de su oficio de modisto. Se notaba que entre ese par había una conexión muy fuerte.
Por suerte para mí, por desgracia para Clara, que así se llamaba la joven, sus sueños cayeron en mi jurisdicción de free lance y esa misma noche pude descubrir cuáles eran sus anhelos más secretos. Por desgracia no me tocó monitorear los sueños de él, pero el pobre lo tenía pintado en la cara, no era necesario ver lo que soñaba.
Ella no me cayó bien desde el primer momento en el que la vi. Es probable que fuera por su pinta de nena de bien. O por la forma especial en la que la miraba él. Capaz es sólo porque me gusta odiar a la gente. No lo sé. Pero desde el primer momento en el que tuve acceso a sus sueños me propuse fastidiarla. Romper ese momento de ilusión.
Clara soñaba muy seguido con el modisto. Era un aburrimiento ver sus fantasías oniricas. Ellos juntos, caminando por un bosque, tomados de la mano. Todo el clásico cliché sacado de cuentos baratos o películas con demasiado presupuesto. Eran sueños bonitos que la hacían levantarse de buen humor y andar por ahí con una sonrisa en la cara todo el día.
Al tercer día de aquel infierno romántico decidí que era hora de ponerle fin a tanta pasión. Cada vez que iba a suceder algo candente o trascendente, cada vez que él iba a tomarle la mano, decirle una palabra de amor o besarla, yo hacía que la pobre Clara se despertara.
Aquello fue sensacional. Nunca había tenido oportunidad de ver el efecto que producían mis acciones tan de cerca. La pobre Clara andaba todo el día malhumorada. Parecían no querer salir de su cama ni de su casa, hasta ojeras lucía la jovencita. Bueno, no es que yo sea vieja. En más, en apariencia debo de tener su edad. En experiencia, es otra historia.
Pero pronto pude descubrir un efecto singular de mi irritante costumbre de despertar a Clara de sus placenteros sueños. Aquello parecía estar dándole más coraje en el plano de la realidad. Al parecer, al no poder concretar sus fantasías en sus sueños se esmeraba más en que lo que soñaba en verdad ocurriera.
Era desesperante ver como cada vez hablaba más con el simpático modisto. Hasta le extendió un par de invitaciones que él tuvo la gentileza de no rechazar. El amor que había nacido entre ambos estaba creciendo con rapidez y parecía que cada día estaba más próximo en momento en el que por fin se concretaría.
En un intento desesperado por impedir lo inevitable, decidí cambiar de estrategia. Iba a dejar que los sueños de Clara fueran lo más perfectos e ideales posibles. Que todas sus fantasías se cumplieran y que el joven modisto fuera la pareja ideal, con quien ella había soñado incluso antes de conocerlo.
Me felicite a mí misma al descubrir lo bien que había resultado mi plan. Clara estaba de mejor humor que nunca. Hasta cantaba. Bastante mal, pero cantaba. Y lo bueno era que parecía haberse alejado de forma considerable de Rafael, como se llamaba el modisto.
Según me pareció descifrar, Clara estaba tan contenta con el cuadro perfecto que se formaba en su mente, que tenía miedo de romper el hechizo, de desilusionarse. Así aprendí otra gran lección en mi vida. Lo había escuchado decir muchas veces, obviamente, en el negocio que me manejo se dice mucho. Pero vivirlo en carne propia me hizo darme cuenta de que tan cierto era aquello que se dice. Descubrí que hay mucha gente que prefiere soñar con una imagen ideal de algo a que arriesgarse a vivir la verdad y llevarse un fiasco. Por lo menos eso le pasaba a Clara.