Vivir en un zoológico es mucho peor de lo que cualquier humano se puede imaginar. En la sabana no sólo uno es libre de hacer lo que quiera, de disfrutar del aire puro, sin contaminación y cazar sus propias presas, sino que también podría ser rey. La humillación que implica para un león como yo vivir en un zoológico, es inmensa. La jaula es tan chica que no está apta para claustrofóbicos, la comida horrible y el ruido de la calle son sólo algunas cosas que hacen la estancia en la ciudad simplemente insoportable.
Que uno sea animal no quiere decir que no tenga ni dignidad ni orgullo. El encierro es negativo para cualquier felino, eso es bien sabido. El pelaje pierde todo su brillo y sensualidad que le son naturales. Uno se arruina y se achancha en este lugar. Y se muere de aburrimiento. Si alguna vez escuchan de un bicho de zoológico que murió no le quepa la menor duda que no lo hizo por falta de comida, murió de un ataque de monotonía. Por acá no hay mucho ser glamoroso con quien interactuar. Un par de leonas nomás: una de ellas muy vieja y la otra pasada de peso. Sí, yo tampoco pensé que fuera posible que existiera una leona gorda, hasta que conocí a quien vive conmigo. Tampoco había conocido nunca a una felina al extremo de vieja que se le empezara a caer el pelo. En nuestra jaula soy el único espécimen que al mirarlo la única palabra que se te viene a la cabeza no es depresión. Por no decir en todo el zoológico.
El orgullo es un pecado capital y no me gusta caer en esas cosas. Pero soy un bicho lindo. No me cabe la menor duda. Lo veo en los ojos de público cuando me mira. Observan fascinados mi larga melena y mis prominentes dientes. Tengo que reconocer que estos son mi mejor rasgo. Y teniendo en cuenta las pobres condiciones es admirable mi esfuerzo por mantenerme siempre en forma y mis dientes relucientes.
Aunque no sé ni porque me gasto si acá son todos un mamarracho. Empezado por el hecho de que más que zoológico poco más que una granja somos. ¿Elefantes? Olvidate, el último paquidermo se murió hace como cinco años y ni miras de traer otro. ¿Jirafas, cebras, panteras? Me parece que por estos lados ni siquiera saben lo que son. Lo que no falta son los monos comepiojos. Ahí están, en la jaula, todos subidos uno arriba del otro, desparasitándose. ¡Una decadencia! Una vergüenza de zoológico.
Y libres, corriendo por todos lados, como Pedro por su casa, están los patos, las gallinas y multitud de aves. Frente a mi jaula hay una especie de lago donde se bañan los plumíferos. Cosa vergonzosa si las hay. Se pasan todo el día comadreando, meten un ruido insoportable. Para emitir ese tipo de chillidos yo preferiría ser mudo. Graznidos insoportables y cacareos taladrantes. Cada tanto les mando un rugido para que se acuerden quien está a cargo y para que sepan lo que es una buena voz, pero ni bolilla me dan.
Otro que me ignora por completo es el guardia del zoológico. Yo sé que me escucha, me doy cuenta que me mira de reojo pero no me presta la más mínima atención. Soy consciente de que me tiene miedo, como todos. Es lógico, se entiende. Lo único que yo quiero es que me dé un pedazo de pan. Todas las tardes pasa por delante de mi jaula repartiendo pan a las apestosas gallinas y a los bobos patos. Hasta en la repartija se ve beneficiada alguna insoportable paloma, y a mi nada.
Yo le rujo y le rujo y Dios no se da por aludido. Trató de gritarle su nombre. ¡Dios! Pero no me sale. Está bien que sea un bicho avanzado, pero todavía no aprendí a hablar humano. Bueno, para que querría tampoco, para comunicarme con alguien tan tonto como el guardia. Ni sentido tiene. Pero que se cuide, si pronto no me convida con un pedazo de pan, en el primer descuido le arranco un brazo.
O capaz algún día me escapo. La verdad es que este lugar me tiene harto. Es una mugre, no hay buena compañía, las visitas son muy pocas y no muy entusiastas. Para peor Dios le da pan a quienes no tienen dientes y ¡a mí ni un pedazo me tira! Es el zoológico de la crueldad. Ya verán cuando me escape.