Trato justo

ojo por ojo prqueEra la hora del recreo en el jardín de infantes. Los niños salían como locos corriendo de las clases y se amuchaban aquí y allá en distintos grupitos, repartiendo meriendas y jugando con los chiches que no compartían tanto. El mundo del jardín, así como en la vida de los adultos, hay modas, corrientes de cosas que los niños prefieren sobre otras. Aquel era el momento de los Rodrigos. No, no que fuera un momento en el que había muchos niños llamados de esa forma. No vamos a caer en ese tema tan aburrido. Además si es por eso nada que ver, ahora es la era de los Teos, Salvadores y Dantes.

Igual el tema de los nombres de los niños es intrascendente y aburrido, volviendo a la cuestión que nos interesa, los juguetes, era el cuerdo de hora de los muñecos de acción Rodrigo. Este era en realidad un personaje de la popular serie de televisión Freaks, el hitazo del momento. Todos los miembros del elenco habían sido transformados en muñecos: el hombre lobo, el hada corta sueños, la bruja y Rodrigo, con su particular característica de desamble.

Por suerte aquellos muñecos de acción los habían fabricado un poco más grandes que la norma, porque sino las maestras del jardín se hubieran pasado el día entero buscando las pequeñas piezas. Los niños se divertían muchísimo sacándole los ojos, las orejas, la nariz, los dientes y la boca a sus muñecos Rodrigo. Aquella era la habilidad especial del fenómeno en la serie. Tan popular se había vuelto la venta de aquellos juguetes que la compañía había decidido fabricar ojos y los otros elementos de colores y tamaños diferentes que venían dentro de las golosinas, para que os niños pudieran darle más glamour a sus muñecos.

No es que Rodrigo le faltar nada para ser especial. Era, por lejos, el personaje más llamativo de la serie, tanto para niños como para mujeres adultas. El problema que tenían las extensiones variables del muñeco era el hecho de que se habían producido muchas de un tipo y pocas de otra creando así una molesta repetición de algunos ojos, bocas, orejas, dientes y el imposible desafío en algunos casos de tenerlos todos.

Los ojos violetas habían resultado ser los más comunes. De cada cinco veces que salían ojos en los paquetes dos eran violetas, los verdes y rojos salían bastante, pero los que eran toda una reliquia eran los amarillos. Lo mismo pasaba con los otros elementos encastrables del personaje. Había algunos que todos los niños tenían y otros que todos se morían por tener.

Con la excepción de un niño. Un flacucho pelirrojo de la clase de cuatro años, cuyo padre trabajaba en la fábrica de golosinas, tenía todos los extras más codiciados y era la envidia del patio. Bajo la atenta mirada de las maestras, pero aprovechando cuando estas se distraían, la ratita ejercía una especie de intercambio ilegal de partes. Cotizaba sus piezas únicas a muy altos precios. Hacía que los niños le dieran sus meriendas a cambio del rasgo que les hacía falta.

Aquel pequeño era un tiburón y todas las tardes lograba dejar a sus amiguitos limpios de meriendas. Las maestras se daban cuenta de que algo raro andaba pasando, pero no tenían forma de controlar al mini demonio. Sabían que lo que él hacía era injusto y estaba mal. Habían intentado varias estrategias, pero el pelirrojo seguía saliéndose con la suya.

La solución llegó de las manos de Matilde, una robusta niña de tres años que no le tenía miedo a nada ni nadie. No es que fuera una chiquita gorda, no, es que simplemente era grande. Pertenecía a una familia de personas robustas y tras vivir tan solo tres años con facilidad podía pasar por una pequeña de seis. Pero lo más intimidante de ella era su actitud. Confiada y valiente, tenía un asombroso concepto de justicia extraño para su corta edad. Ella fue la primera niña del jardín de infantes en enfrentarse al pelirrojo.

Todo ocurrió una tarde como cualquier otra. El pequeño colorado se proponía llevar a cabo otro truculento negocio cuando Matilde se dio cuenta de lo que el varón se traía entre manos. Siendo como era no estaba dispuesta a permitir que ese tipo de injusticias ocurrieran frente a su cara sin ser castigadas. Así que tomó al niño del cuello de la remera hasta hacerlo entender que de ese día en adelante cambiaría solo juguetes por juguetes. Y nada de abusar, si un niño le daba una cosa debía darle lo mismo de otro tipo: ojo por ojo, diente por diente, e igual con todos los otros accesorios.

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