Corrí como una loca desaforada mientras aquella cosa incendiaria me perseguía los pies. Parecía no tener escapatoria, a todos lados que iba, me seguía la maldita mariposa echando chispas. Tampoco es que pudiera correr mucho con aquellos zapatos de taco, pero parecía que aquella cosa inmunda nunca se iba a apagar y la tendría por toda la eternidad siguiéndome los talones.
Mi familia se reía de mí y nadie intentaba ayudarme. Qué vivos. Mi primo había prendido aquella estupida mariposa y la había puesto en el suelo del lado equivocado, provocando de esa forma que el objeto en llamas saliera disparado para el lado incorrecto, o sea, mis pies. Malditos fuegos artificiales, pensé mirando a mi primo con cara de odio. Bueno por lo menos el objeto pirotécnico se había apagado y ya no tenía nada que me corriera los pies.
Pero aquel sonido ensordecedor seguía retumbando por toda la ciudad. No sé quién tuvo la brillante idea de inventar las bombas brasileras, pero si fuera posible yo lo mataría. Debe de ser el peor invento de la historia, sin lugar a duda. Un objeto cuya única función es hacer, mucho, mucho ruido. Asusta a los niños, hace que los perros ladren y que las alarmas de los autos se activen, ocasionando de esta manera que por toda la noche retumbe en el aire una orquesta de llantos, ladridos y el pipi insoportable.
El cielo estaba lleno de luces de colores. Cañitas voladoras de distintas formas y tonalidades explotaban en el cielo sin orden o sentido apartante. La gente gritaba emocionada cada vez que una forma grande y colorida llenaba el cielo. Como de costumbre mi familia tenía los peores fuegos artificiales de toda la cuadra. Todavía nos quedaban unos viejos del año pasado que estaban humedecidos y costaban una barbaridad prender. El suelo estaba regado de botellas calcinadas por dentro.
Mis primas agitaban luces de bengalas como obsesas. Como siempre era el elemento pirotécnico que más comprábamos. Debido a la alta cantidad de varitas que teníamos, mis primas se daban el lujo de prender más de una a la vez, hasta la más osada agarraba una con cada mano y otra entre los dientes. Parecían erizos luminosos que echaban chispas de fuego. Le pedí a las locas que se mantuvieran alejadas de mí, ya una experiencia demasiado cercana al fuego por una noche era más que suficiente. Lo único que conseguí fue que intentaran abrazarme.
Bueno por lo menos ya era treinta y uno y la euforia de los fuegos artificiales que se generaba cada fin de año había terminado. Odiaba temer caminar cerca de un grupo de niños por miedo a que me tiraran algún chasquibum, o en el peor caso, un traquet. No se debe tanto al daño que ambos me pueden infligir sino más bien por el susto que me podía dar. O estar tranquilamente en casa y sobresaltarme al escuchar en la lejanía una maldita bomba brasilera.
Por suerte aquel año la época de fuegos artificiales había terminado. La noche también ya estaba por llegar a su fin y a los más pequeños ya se les había acabado el arsenal propio. Pude ver que a mi primo le quedaba un último fuego artificial. Me miró con cara de diablo. Opte por escabullirme y entrar a la casa antes que otra mariposa persecutora me quemara los pies.