En el barrio todos nos conocían como las moscas y poca gente sabía que en verdad no éramos hermanas. Contrario a lo que muchos pueden pensar, no nos molestaba para nada que nos dijeran así. No lo tomábamos como algo negativo. Como todo apodo había empezado por algún lado. Así nos había bautizado el presidente del club, que era también el tío de Dalma. Nos decía moscas porque siempre estábamos en todos lados. Cualquier actividad que hubiera en el club o en el barrio nosotras éramos siempre las primeras en llegar y las últimas en irnos.
El que la gente pensara que éramos hermanas nos encantaba. Lo más probable es que si uno nos mirara con cuidado se diera cuenta que nosotras no teníamos nada que ver. Pero de lejos parecíamos trillizas. Dalma, Yamila y yo, Mónica, más conocidas como las moscas del barrio. Nos vestíamos a la moda, con unos jeans ajustados que resaltaban nuestras flacas piernas. Camperitas con cierre y capucha entre las tres teníamos unas veinte que nos prestábamos y casi ni sabíamos cual era de quien. No lo habíamos hecho por gusto, pero del corte de pelo aquel estaba era lo último y así todas terminamos con el mismo peinado. Cerquillo y pelo recto hasta la mitad de la espalda. Lo que aumentaba nuestro parecido era que las tres teníamos el mismo color de pelo y que andábamos siempre con este recogido en una colita o un moño. De lejos nos parecíamos tanto la una a la otra que una vez hasta mi madre nos confundió.
Nosotras hacíamos todo juntas. Íbamos a clases, al cine, al club, siempre juntas. Éramos inseparables. Aquel verano, casi sin querer, se nos ocurrió la idea de hacer algo nuevo. En nuestro barrio todos lo hacían y nosotras no queríamos quedar afuera. Caminando entre las casa, a la salida del club y en todas partes había jóvenes fumando porro. El olor era embriagador. Al principio nos había dado vergüenza conversarlo. Era obvio que todas sentíamos curiosidad con respecto a aquello y que teníamos una opinión formada en lo que a esa droga se refería. Pero nos daba vergüenza hablarlo entre nosotras. Así que por un tiempo las tres olfateamos en silencio, sin decidirnos a compartir con las otras nuestras inquietudes.
Hasta que un buen día estábamos las tres sentadas, escondidas en uno de los corredores de la cooperativa, tomando una cerveza, cuando aquel penetrante olor nos invadió. En un primer momento ninguna comentó nada. Nos quedamos todas calladas por un segundo, olfateando aquel aroma que tan intrigada nos tenía. La que rompió el hielo fue Yamila, imitando la voz de un camionero dijo “cómo estaría para fumarse un porro”. Las otras dos nos reímos a carcajadas y Yami también se sumó. Creo que nos reíamos más de los nervios que por lo gracioso del comentario. Una vez que recuperamos el aire no miramos indecisas.
–No sería tan raro, ¿no? –dijo Dalma con precaución.
–¿Raro? –comente yo –Raro es que no fumemos. No hay un pibe en el barrio que no fume.
–-Además ni siquiera es tan malo para la salud –apoyó Yamila –Es poco más que fumar té. El tabaco es mucho peor.
–Igual nosotras no fumamos tabaco –Dalma nos miraba dudando.
–Ya sé que no fumamos –dije yo –El punto es que no es nada del otro mundo. Una vez nomás. Para probar.
–No sé, tengo mis dudas –Dalma jugaba con la botella vacía entre sus manos –Además, ¿de dónde lo sacaríamos?
Y aquello se volvió el meollo de la cuestión. A penas si estábamos decididas a fumar, pero todas las negativas que nos llovieron al intentar comprarlo en lugar de hacernos desistir, no hicieron querer probar porro todavía más. Pero todas parecían ser calles cerradas. Nuestra primera opción fue el primo de Yamila. Era un porrero de ley, creíamos que lo único que hacía todo el día era fumar porro y mirar la tele. Pero se negó de lleno a darnos siquiera un finito. Por supuesto que no pretendíamos un regalo, estábamos dispuestas a pagar. Se lo pedimos de todas las formas posibles, le rogamos, le suplicamos. Él decía que no quería ser una mala influencia para nosotros, no nos iba a hacer caso.
La segunda opción era el novio de la hermana de Dalma. Con él la cosa era un poco más complicada. No teníamos tanta confianza y además no era tan obvio que él fumara. Sí, sabíamos que lo hacía porque lo habíamos visto en alguna que otra oportunidad. Pero el muchacho tenía un perfil serio. Trabajaba ochos horas y estudiaba. No estábamos seguras que no se tomara a mal que le pidiéramos porro. Una vez que juntamos el coraje suficiente lo encaramos. No se lo tomó para nada mal y estaba dispuesto a hacernos el favor. Pero a último momento se arrepintió. Si los padres de Dalma se llegaban a enterar que había sido él quien nos había dado porro iba a quedar como el peor yerno. No se podía arriesgar.
Era frustrante saber que tanta gente alrededor nuestro fumaba porro de forma regular y que ninguno de ellos estuviera dispuesto a ayudarnos. Por momentos consideramos la opción de desistir y olvidarnos de la idea de fumar porro. Nunca pensamos que aquello se nos iba a complicar de esa forma. Tanto nos conocía la gente de la zona y como conocían a nuestras familias, nadie quería involucrarse.
A Yamila se le ocurrió la idea, de ir directamente a la fuente. Ese paseo nos daba un poco de miedo. Además seguro que nos iban a ver la cara de inexpertas y nos iban a estafar. Conocíamos a un pibe del barrio que trabajaba y sabíamos donde lo hacía. En ese momento ya nada nos importaba, que nos cobraran lo que quisieran, aquella parecía ser la única solución.
Y así fue, que al final, una tarde de sábado tomamos la decisión de ir a la boca del barrio a ver si conseguíamos porro. Estábamos tan asustadas como emocionadas. Ya no había vuelta atrás. Íbamos a comprar el porro y esa noche lo fumaríamos. Fuimos hasta aquella casa del barrio que todo el mundo hacía de cuenta que no existía, pero en la que todo el mundo sabía lo que pasaba. De afuera se escuchaba la música que sonaba fuerte y el ladrido de un perro. Golpeamos la puerta, dudando que nos fueran a oir.
Minutos después se asomó a la puerta un joven un poco más grande que nosotras. Con el tenía un perro muy enojado. Apenas si abrió la puerta y nos miró de arriba abajo. Meneando la cabeza nos dio a entender que ya no estaba abierto. ¡Era mi maldito vecino! No podía creer que hasta allí nos fueran a negar la posibilidad de comprar. Era el colmo. Volvimos a golpear y nos abrió el mismo muchacho.
–En boca cerrada no entran moscas –nos dijo enojado –Y váyanse antes que les largue el perro.
En ese momento el can sacó su cabeza por la abertura que la puerta dejaba y de no ser por el muchacho que lo agarró hubiera tirado su cara babosa sobre nosotras tres. Salimos corriendo de allí lo más rápido que pudimos. Dos cuadras más tarde paramos muertas de risa y sin aliento. Al parecer aquella noche no fumaríamos un porro.