Por qué los Dioses habían cometido la injusticia de darle una boca era algo que Alejandro jamás iba a entender. O por que si le habían dado una no había incluido también en el paquete la capacidad de aprender a callarse cuando debía. También la culpa de sus problemas era su debilidad por adorar a Dionisio. Todo troyano sabe que la única forma correcta de adorar al Dios del vino es tomándose cuatro jarras. Su afición a complacer a los Dioses y su maldita boca lo habían metido en aquel problema.
El aburrimiento estaba por volver loco a Eumelo. Ninguna deidad parecía estar jamás de su parte y su suerte era conocida entre los aqueos como la más desafortunada. De todos los que estaba allí escondidos justamente a él le había tocado hacer la guardia y asegurarse de que nadie se acercara. Él había votado por atacar de inmediato y no esconderse más, en parte porque sabía que si a alguien le iba a tocar hacer guardia seguro que era a él. Además era injusto, ver a todos los demás, tan incómodos durmiendo, pero descansando al fin. Tampoco había podido tomar vino, seguro se quedaba dormido. Maldito Ulises y su decisión de esperar hasta después de la fiesta.
No era culpa de Alejandro que el resto de la gente no comprendiera su sentido del humor. Por supuesto que lo que había dicho que Helena era en verdad un hombre era una broma. Nueve años en guerra tenían que ser a causa de una princesa y no de un príncipe disfrazado. Pero con la mezcla del vino, su boca y que alguien lo empezara a contradecir, más ganas le daban de pelear en insistir en su idea. Además, ¿cómo podían negarlo? Eso que tenía en la garganta era una nuez. O era una mujer extraña o un hombre muy pequeño.
Lo peor era estar en total oscuridad. En la zonda de la ciudad donde los habían ubicado no había ni una sola antorcha prendida y Eumelo no se podía ver ni la nariz. Maldita guerra, maldita Helena. Si por lo menos pudiera ver algo para afuera. El agujero que había entre los dientes y hacía la boca era de tamaño mediano. Una persona podía pasar por allí sin problemas. Era ideal para que un guerrero mirara hacía afuera.
La noche estaba muy oscura y Alejandro se aburría mucho. Aquel si que era un verdadero castigo, cuidar aquel maldito caballo. La verdad es que a él esa cosa no le generaba demasiada confianza. Lo había comentado, pero después de lo de Helena nadie más escuchaba lo que decía. Era de lo más irónico, que a él, que pensaba que hubiera sido mejor nunca aceptar aquel caballo, lo hubieran puesto a cuidarlo de otros locos que pretendían prenderlo fuego.
Eso de que alguien se quedara despierto le parecía una bobada a Eumelo. Los troyanos no habían dudado dos veces antes de entrar al caballo en la ciudad. Ni se imaginaban que ellos estaban metidos ahí adentro. Todo era culpa de ese maldito Ulises y sus reglas. Que vigilar, que tener cuidado, pensar, pensar y pensar. Si él hubiera sido tan inteligente como se decía hubieran ganado la guerra hace tiempo. Es verdad que también tenían que soportar al malcriado de Aquiles. Pero bueno, ahora era todo parte del pasado, y la verdad es que él ya estaba cansado de aquella guerra, de hacer guardias y del calor que hacía adentro del maldito caballo. No había un solo troyano por ahí. Iba a sacar la cabeza. Por lo menos un rato, a ver si había algo interesante.
Definitivamente aquel caballo le daba mala espina. Además era feo, feo. Cuanto más lo miraba más grande era la sensación de que había algo raro en aquella ofrenda. Su cabeza también era sospechosa. Justo cuando la estaba mirando le pareció que algo se asomaba por la boca del caballo. ¿Qué era aquello? El lugar estaba tan oscuro que no podía ver nada de nada. Estaba a punto de seguir con su ronda, pensado que su imaginación le había jugado una mala pasada nada más, cuando un movimiento volvió a llamar su atención. Ahora ya no le quedaban más dudas, había visto moverse una cabeza dentro de la boca del caballo.
¿Qué era eso que se movía allá abajo? Un guardia. ¡No! Lo había visto. Eumelo metió la cabeza dentro de la boca lo más rápido que pudo. Se preguntaba si en verdad alguien había visto su cabeza asomarse por la boca del caballo. No estaba seguro. No sabía bien que hacer. No podía quedarse con la duda. Tenía que estar seguro. Así que se volvió a asomar. Ahora sí no le quedaba ninguna duda. Aquello de allá abajo era un guardia que acababa de verlo y se acercaba al caballo. Para colmo de males Ulises se había desperado y había visto todo. Lo miraba con esa cara de persona inteligente furiosa que Eumelo tanto odiaba.
Alejandro comenzó a avanzar al caballo. Tenía que hacer algo. No podía quedarse de brazos cruzados delante de una trampa aquea. No es que fuera cobarde, pero no se decidía. Dentro de aquel caballo podía haber más de un hombre y lo más sensato hubiera sido ir a pedir refuerzos. Si no hubiera hecho ese maldito comentario sobre Helena, ahora podría ir a buscar a otros, pero en aquel momento nadie le iba a creer. Todo por culpa de esa maldita boca. Algo iba a hacer. Él no se podía quedar de brazos cruzados mientras esos malditos aqueos engañaban a todos.
El guardia troyano se acerco al caballo. Ulises y Eumelo se miraron. Por medio de gestos Ulises le dio a entender al otro lo que pretendía que este hiciera. No había hecho todo aquel esfuerzo para que un simple guardia lo arruinara todo. Tener un rehén entre ellos no había sido parte del plan inicial. Tampoco podía pasar todo un día con un hombre muerto allí dentro. Dadas las circunstancias no le quedaba más remedio que improvisar.
El troyano comenzó a trepar por la parte delantera del animal. Fuera lo que fuera que hubiese visto iba a hacerle frente. Sin lugar a dudas descubriría algún tipo de trampa, tal vez le perdonaran un poco la cuestión de su comentario y volverían a tomarlo en serio. Trepar por la ofrenda no era una empresa fácil, pero tenía que hacerlo. Estaba a punto de entrar en la boca cuando las manos de Eumelo lo tomaron por los brazos y lo tiraron hacía adentro.
–A caballo regalado no se le miran los dientes –gritó Eumelo con salvajismo.
Lo que tuviera para decirle aquel aqueo era el menos de los problemas de Alejandro, porque Ulises ya lo había amordazado y los estaba atando. Mientras tanto el líder de la expedición miraba a Eumelo con rabia. No estaba nada contento.