Mis años mozos habían quedado atrás hace tiempo. Después de una cierta edad uno ya ni considera la opción de ir a un baile a bailar. No, no, a esta altura de mi vida iba a los bailes a tomar un whisky. No es que fuera muy seguido. Aquella era una excepción. La nieta menor de mi amigo Obdulio cumplía trece años y este me había invitado. Toda excusa es buena para juntarse a tomar.
Nuestro pueblo era chico y no pasaban muchas cosas. Después de vivir toda una vida en él, unos setentisiete, uno se acostumbra a que no pase demasiado. Y cuando pasa algo es todo un acontecimiento. La gente festeja cualquier evento como si fuera la ocasión del año y los invitados sacamos provecho de eso. Le estamos muy agradecidos a todas las quinceañeras, los que deciden casarse y hasta algunas vez hubo una fiestita de divorcio. Nada despampanante, pero evento al fin.
Disfrutando de una picadita charlaba con mi amigo, agradecido de que por el momento la música estuviera baja y que todavía no hubiera empezado a sonar ese horrible ruido que hoy en día le dicen música, la tal «cumbia», el «reggaeton» y no sé que otras cosas más. La verdad es que a mis años ya había perdido un poco el odio, así que me costaba entender como la gente con la capacidad auditiva completa pudiera disfrutar de aquel desagradable sonido.
Por lo pronto mi poca audición estaba a salvo todavía y yo me entretenía mirando a los tímidos muchachos que deambulaban por la pista sin ningún fin específico. ¡Cómo habían cambiado los tiempos! No tenía ni sentido cuestionármelo. Las pruebas estaban ahí, saltaba a la vista. La forma escandalosa en que se vestían las jovencitas hubiera hecho infartar a mi madre. Y los chiquilines ahora, veías a uno de mañana y tenía rulos y lo veías después de noche y andaba con todo el pelo lacio. Era muy raro aquel fenómeno. Pero me negaba a aceptar que tuviera algo que ver con cuestiones de peluquería. No, no, ningún macho que se respetará a sí mismo podía andar en esas cosas para mujeres.
Las señoritas tampoco eran lo de antes, al menos no como yo las conocía. Durante toda mi vida había presenciado la mutación del sexo femenino hasta convertirse en lo que era hoy en día. Había visto las faldas acortarse, los protocolos perderse y pasar a ver a la joven de hoy en día como un mamarracho ambulante. Me acuerdo de las niñas de mi generación cuando teníamos trece, poco tenían que ver con las nenas pintarrajeadas y con minifalda que habían en aquel baile.
Como la fiestita acababa de empezar los chiquilines parecían un poco incómodos todavía. Se miraban de lejos como si no se conocieran de antes y los grupitos se formaban en los rincones más alejados del salón. Mujercitas por un lado, varoncitos por el otro. Los nenes todavía no habían perdido la mayoría de sus rasgos de niños y parecían genuinamente desinteresados de lo que las chicas hacían. No se puede decir lo mismo de ellas, que no paraban de cuchichear mirando a los intentos de hombrecitos.
Como hombre no tengo ninguna vergüenza ni pierdo el orgullo al admitir que las mujeres son más despiertas que nosotras. Al menos a esas edad. Mientras que los chicos todavía disfrutan de jugar a la pelota y los videojuegos, las mujeres ya tiraron las muñecas y están ansiosas por empezar a experimentar. Probablemente sea por lo aburrido de sus juegos, que parecen ser mímicas de la vida adulta. Así que las chicas pronto de aburren de ensayar y quieren una probada de la vida real.
Así fue como no bien prendieron la música las chicas empezaron a moverse. De forma lenta, segura, pero nada disimulada comenzaron a acercarse a donde estaban los varones. Lo más probable es que aquello fuera un ritual obligatorio, que a cada baile que iban cuando recién llegaban fingieran no conocerse y después terminaran siendo íntimos. Lo más interesante era observar de cerca todo ese proceso. Descubrí cuales eran las nenas menos tímidas que se animaban a ser las intrépidas que intercambiaran palabras con los varones por primera vez.
Entre empujones y risitas los grupos empezaban a mezclarse. Pronto se veía a un chico rodeado de cuatro mujeres y a tres amigos de este mirándolo indecisos, sin saber que hacer. A medida que pasaba el rato los grupos eran cada vez más heterogéneos, chicos y chicas bailaban acá y allá, motivados por la ingesta de refrescos y pildoritas. No, no soy tan inocente y veo que los niños de hoy andan muy avivados y algunos me pensarían ingenuo si pensaba que mientras yo tomaba whisky ellos se conformaban con bebidas colas nada más. Pero el pueblo era chico, ahí se sabía todo y por aquel entonces nuestros chiquilines mantenían algo de su inocencia.
Por lo menos con lo referente al alcohol, porque no se puede decir lo mismo de su despertar sexual. Porque después de un rato, cuando todos hubieron entrado en confianza no demoraron en formarse las parejitas. Veíamos desaparecer a los chicos tomados de la mano y ubicarse en rincones escondidos a descargar un poco de su pasión. Aquel baile en particular me llamó la atención por la cantidad de parejitas que se fueron formando.
En determinado momento la pista de baile quedó extrañamente desierta y semi ocultos por algunos rincones se veían a los chicos apretando. Con mi querido amigo Obdulio nos reíamos de la inocencia de los jóvenes y comentábamos a ver que pareja era más despareja. Aquella chica tan alta con ese tan bajito. Una muchacha con ese nuevo estilo común entre los adictos a sacarse fotos, con aquel nene que parecía ser un fiel amante de los libros.
Pronto nos llamó la atención un jovencito que había quedado solo en la pista de baile. Era difícil no verlo, porque el tamaño de su cuerpo era una cosa imponente. De seguro que aquel muchacho se tenía que mandar a hacer toda su ropa a medida y aún así parecía totalmente desubicado, enfundado en unos pantalones de tela marrón, sus rollos sobresalían por encima del cinturón y luchaban por escapar de la apretada camisa a cuadros. Daba un poco de pena ver a aquel chico sentado allí tan solo. Se sentaba en un banco porque su parte trasera seguro que no entraba en una silla regular.
El pequeño gigante al parecer ya estaba acostumbrado a aquellas situaciones, parecía resignado a quedarse allí, mientras sus compañeros la pasaban bien en algún rincón. Con mi amigo Obdulio lo comentamos. Era una terrible realidad, una injusticia, pero una verdad ineludible. El que mucho abarca, poco aprieta.