Lujuria

Uno nunca sabe cuando va a ser su último baile. Más bien, nadie tiene certeza cuando va a ser su último nada. A no ser, claro, que uno piense en suicidarse. Pero ni aún así es una cosa definitiva. Siempre se puede sobrevivir a un corte de venas o solo quedar algo machucado de una caída de un quinto piso para abajo.

Pero en definitiva vivimos no sabiendo cuando vamos a experimentar algo por última vez. Por eso se supone que debemos vivir la vida con más intensidad. Aunque eso tiene sus desventajas también. Debilita el corazón. Yo fui un hombre de vida muy activa. En demasía tal vez. Y así fue que el último baile me llegó sin estar preparado siquiera.

La gente vaticinaba mi muerte desde que me casé con Milena. Siempre me dijeron que una mujer veinte años menor lo desgasta a uno. ¡Y qué razón que tenían! No solo por que la cuarentona era insaciable en la cama, sino por que constantemente me estaba dando razones para morirme de celos. Eso daña el corazón diez veces más que una rumba bien bailada.

Todos me venían previniendo. Que descansara un poco, que ya no era ningún niño. Lo cual era cierto. Aquel viernes estaba más que decidido a no salir de casa. Había tenido una semana de locos. Para colmo de males Milena parecía disfrutar cada vez más de ir a la verdulería. No solo iba un par de veces por día. En alguna que otra ocasión se llegaba a quedar varias horas de perorata con el verdulero.

Ya no sabía de que modo enfrentarla. La había amenazado con divorciarme, rogado que me contara la verdad, suplicado que lo dejara. Y ella se había mantenido todo el tiempo inmutable, alegando que no tenía ningún tipo de romance con nadie. Que todo eran cosas mías.

Aquella tarde de viernes Milena estuvo por completo de acuerdo en que me quedara en casa. Mi comprensiva mujercita me veía decaído. Vestida con un mono naranja y unas sandalias de aguja plateada me decía que debía quedarme reposando, que con la cara de cansado que tenía no era conveniente que saliera ni a la esquina.

Casi logra convencerme. La verdad que me sentía por el piso. Pero Malu, la cocinera, hizo que los acontecimientos cambiaran de rumbo. Mientras la coqueta Milena se daba los últimos retoques de rojo en su pulposa boca, la vieja me hizo saber que a ese famoso baile también iba a asistir el odioso verdulero.

Aquello fue la gota que rebasó el vaso. En mi cabeza de hombre celoso solo me cabía la posibilidad de que Milena hubiera intentado persuadirme para poder menear al son del samba con aquel joven toda la noche. De ninguna manera me podía quedar ya en casa. Así se lo hice saber. Puse mi mejor cara y me propuse acompañarla al baile.

La idea no le gustó en lo más mínimo. Mientras me enfundaba en mis mejores pilchas ella seguía intentando convencerme de que no debía salir y que debía acostarme tempranito. Ya no había vuelta atrás. No me iba a quedar sentado viendo cómo me robaban a mi bella y fogosa esposa.

De más está decir que aquello fue una mala idea. No bien entré en el ambiente viciado del club de baile mi malestar se hizo más fuerte. Por lo menos me dejé convencer de quedarme sentado. Aun así podía sentir un gran descontento que invadía todo mi ser. Dicho dolor del cuerpo y alma aumentó todavía más cuando vi al famoso verdulero acercarse con sigilo y cara de depravado a mi princesita. Claro está que sus intenciones eran sacarla a bailar.

La muy descarada se fue, meneando sus caderas al ritmo del mambo. Mi corazón latía cada vez más fuerte a medida que veía como sus cuerpos se iban entrelazando y bañando de sudor. La taquicardia era casi explosiva. En aquel momento se me nubló el entendimiento y decidí que no podía dejar que las cosas se me fueran de control de aquella manera.

Cuando vi que la mano del verdulero se acercaba demasiado a las piernas de mi mujer, pensé que era hora de que yo también saliera a sacarle chispas a la pista. Y así lo hice. Tomé a una de las tantas mujeres solteronas que había por allí y me puse a menear con furia y desenfreno.

Un merengue. Ese fue mi último baile. No bien empezamos a danzar el sudor frío ya había empapado por completo mi espalda. Sentía que la sangre corría por mis venas a un ritmo más acelerado que la música. El aire me faltaba. De todas formas insistí en deslizarme hacía abajo abrazado de mi compañera. Fue como prender la mecha para detonar la bomba. Mi corazón simplemente dijo basta.

Supongo que se debe al hecho que me morí que no recuerdo nada de ese momento en particular. Por suerte para mí. Hubiera sido muy feo ver a mi mujer llorar lágrimas de cocodrilo. La cuestión es que me sumergí como en un torbellino de confusión.

Volví a flote a tiempo para ver mi funeral. Mucho no podía ver. No soy muy esotérico ni nada por el estilo. Supongo que se debe a algo con la conexión entre el alma y el cuerpo. En definitiva mi visión estaba ligada a la mole que supo ser mi yo físico. No podía ver nada, o mejor dicho, casi nada.

Sin embargo veía suficiente como para si llegaba a tener la posibilidad de revivir, no bien lo hubiese hecho, me hubiera vuelto a morir. En el asiento delantero del coche fúnebre, bien enfrente de donde estaba mi ataúd, venía mi adorable esposa. Pero la pobrecita no estaba sola. Junto a ella, prestando su hombro, estaba el verdulero.

Aquello fue demasiado. Mi corazón bien podía haber dejado de latir, pero yo seguía teniendo sentimientos. Bueno, no por eso hay que pensar que lo que ocurrió a continuación fue intencional. Como dije, no me interesan los espíritus, no creo que se puede alterar el mundo de los vivos desde el más allá. Creo que deberíamos considerarlo una simple casualidad.

La cuestión es que mis 150 kilos de cadáver fueron propulsados por un frenazo. Mi noble persona, con el ataúd incluido, claro está, salieron volando hacia adelante. La propulsión en cuestión fue tan fuerte, que mí pesado cuerpo voló deslizándose con bastante potencia dentro del auto.

Tan buen tino tuvo mi ataúd que no tuvo mejor objetivo que darle de lleno en la nuca a mí querida, y actualmente muerta, viuda. Cuando pude percibir que su alma había abandonado su cuerpo sentí una euforia inmensa. Por lo menos ahora podríamos bailar los dos juntos por el resto de la eternidad.

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