Codicia

Cuando los vecinos me pidieron que sacara a pasear a su perro y le diera de comer todas las mañanas, a cambio de una módica suma, ni lo dudé. Era nueva en la ciudad y a pesar de que tenía trabajo, un extra nunca viene mal. Me dije a mi misma «Amelie, no puede ser tan difícil, solo tenes que levantarte un rato antes y listo». Aquello sería un extra para en fin de mes poder salir a tomar unas cervezas.

Mi madre no se cansaba de decirme «Jaime, sos un inútil». Toda mi vida había crecido en la sombra de mis tres hermanos mayores: Oscar, Victor y Carlos, los mejores ladrones del barrio. En honor a la verdad no eramos grandes mafiosos ni nada. Nuestros robos no eran planeados y nos guiábamos únicamente por la oportunidad.

El perro era de tamaño mediano, peludo y muy simpático. Mis vecinos se iban súper temprano de casa y cuando yo llegaba, ya no estaban. Mimos, que así se llamaba el can, siempre me esperaba ansioso. Se portaba muy bien y nunca me daba problemas, estaba encantada de pasearlo y de contar con aquel dinero extra.

Los alrededores del metro era por regla general el lugar donde solíamos operar. Es donde la gente suele estar más despistada, preocupada más por agarrar el metro correcto lo más pronto posible que cuidar sus pertenencias. Mis hermanos y yo nos las arreglábamos para parecer lo más decentes posibles, nos mezclábamos entre la gente y entrabamos en acción.

Aquel jueves me levante un poco más tarde de lo normal. La noche anterior había salido con unas amigas a tomar algo y tenía una resaca considerable. Me vestí como pude y me hice un café fuerte a ver si reaccionaba. Por lo general me ilusionaba la idea de ir a pasear a Mimos, pero aquel día me sentía muy cansada y sólo quería sacarme aquello de arriba.

Mis hermanos se burlaban de mí y me llamaban “el azucarero” porque últimamente había tenido una racha en que en lugar de dinero me había encontrado con un montón de monederos repletos de pequeños paquetes de azúcar. Cada viaje en metro, mientras íbamos a la zona turística y más poblada de la ciudad tenía que soportar que durante todo el trayecto me tomaran el pelo acerca de mi mala selección de potenciales victimas.

Me sorprendió no escuchar a Mimos no bien me acerqué a la puerta, normalmente podía escucharlo ladrar desde el otro lado, excitado ante lo inminente de mi llegada que representaba para él paseo y comida. Una alerta se despertó dentro de mi cuando el perro no vino corriendo a saludarme como lo hacía con normalidad. Mis más terribles sospechas se confirmaron cuando encontré al can muerto en la cocina.

Aquel jueves les iba a demostrar a mis hermanos que la suerte del “azucarero” iba a cambiar. Me metí entusiasmado entre la multitud de turistas, estudiantes y resto de la población que se dirigían a numerosos y diversos destinos. Quería encontrar a la persona idea, no sólo para “hacer el día”, sino también para que de una vez me dejaran de tomar el pelo e inventarme nombres.

La desesperación recorrió todo mi cuerpo. Aquello no me podía estar pasando. No había ninguna señal que indicara como había muerto el perro, pero no había dudas de que lo estaba. No sabía bien que hacer y la única idea que se me ocurrió fue la de llevarlo al veterinario cuyo número y dirección los vecinos me habían dado para casos de emergencia. Así que sin pensarlo dos veces metí a Mimos en el primer bolso que vi a mano y partí hacia la clínica veterinaria.

No bien la vi entre la multitud supe que era la víctima perfecta. Parecía muy nerviosa, apurada y sin tener muy en claro a donde iba. Miraba un mapa con frustración mientras un pesado bolso colgaba de su lado, era de una marca cara y se veía que estaba repleto, lo cual lo hacía a mis ojos muy tentador. Me fui acercando a ella lentamente, esperando la oportunidad perfecta de arrebatarle lo que llevaba.

No tenía ni idea de qué metro debía tomar. No sabía bien en qué barrio vivía el veterinario, y como era nueva en la ciudad no dominaba en absoluto el tema de los metros. Para empeorar las cosas, el peso del perro en el bolso me estaba destrozando el hombro, pesaba una barbaridad. Por suerte un muchacho atento se acercó a mi y se ofreció con toda la amabilidad a liberarme de aquel peso.

La chica accedió sin mirarme dos veces a que llevara su bolso que pesaba un horror, lo que me demostró que estaba en lo cierto y seguro que allí había algo prometedor. Por las dudas le pregunté que llevaba y ella nerviosa me contestó que era equipamiento informático. Aquel era mi día. Sin esperar un segundo más, con el bolso bien agarrado en mi hombro, comencé a correr, sin mirar atrás cuando la chica comenzó a gritar desesperada.

Bajé el ritmo sólo cuando me acerqué a la zona donde mis hermanos y yo nos juntábamos a apreciar nuestros botines. Los vi a los tres allí reunidos, en el fondo de callejón donde siempre quedábamos. Les sonreí de forma triunfadora, golpeando el bolso, dándoles a entender que había ganado en grande. Al hacer aquel gesto noté que algo no estaba bien. Mi cargamento se sentía suave, no rígido como se podía esperar que fuera una computadora o un disco duro externo.

Un mal presentimiento recorrió mi espalda en el momento justo en que quedé delante de mis hermanos. Quise evitar que Oscar agarrara el bolso, pero era demasiado tarde. Mi hermano mayor miró el cargamento y tras pegarle una ojeada lo tiró al suelo, asqueado. Con curiosidad Victor y Carlos también indagaron que era lo que yo llevaba allí. Ambos cruzaron una mirada sorprendida que se convirtió de repente en un coro de carcajadas al que Oscar se unió al instante.

Intrigado por saber que había generado aquella reacción y temiendo lo peor, miré también dentro del bolso. Con horror descubrí que en lugar de equipamiento informático allí adentro había en realidad un perro muerto. Resignado escondí mi cabeza entre mis manos y me preparé psicológicamente para cualquier nombre horrible que mis hermanos quisieran llamarme.

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