Pereza

No es justo andar aleccionando a la gente  cuando uno sabe que tiene mucha más información que el prójimo. Este es mi caso y el de quien lea estas lineas, ya que yo sé muchas cosas más que cualquiera que pueda hacerlo. Eso es pura y exclusivamente por mi condición de narrador y porque llevo en este mundo muchos años.

Si bien ahora soy como un alma etérea que anda por ahí contando historias a quien tenga paciencia y ganas de leerlas, hubo un momento de mi existencia en el que supe ser un hombre de carne y hueso, guapo según mi opinión y a quien la gente llamaba Docio.
Por aquel entonces volar era mi actividad preferida. No es que tuviera mucho más entre lo que elegir. Pero entre cazar, pintar las paredes de las cavernas y hacer fuego, deslizarme por el aire era sin duda lo que le ganaba a todo. Era consciente de que el resto de la tribu no se sentía igual. Muchos creían que era un gasto innecesario de energía y preferían reunirse alrededor del fuego y hacer danzas de apareamiento.

Pero no todos eramos iguales. De la misma forma en que la actualidad hay diferente razas, religiones y corrientes políticas, en mi época, la de las cavernas, también había importantes diferencias entre los habitantes de una región y la de otra. En especial nosotros, los «voladores», teníamos grandes variaciones físicas con los miembros de otras tribus.

Esta diferencia se debía a un necesidad biológica. Vivíamos en una pequeña bahía, al margen de un mar que nos daba agua y algunos alimentos para subsistir. Pero la comida que en verdad garantizaba  nuestra supervivencia solo la podíamos encontrar en lo alto de una planicie que se alzaba a espaldas de nuestro poblado.
El tema era que volar representaba un esfuerzo enorme, comparable con lo que seria en la actualidad correr una carrera de esas de 10km que están tan de moda. Por esa razón la mayoría de la gente no quería volar hasta allá arriba y agotarse tanto.

En nuestra tribu había un hombre que era diferente al resto. Se llamaba Arono y lo que a él parecía gustarle era pensar. Se pasaba el día entero metido en una cueva y salía de allí adentro de vez en cuando con cara de triunfador y llevando consigo algún invento que se le había ocurrido y que haría nuestras vidas más sencillas.

Estoy seguro de que si las condiciones hubieran sido propicias y con las motivaciones propicias, hubiera terminado siendo el quien hubiera inventado la rueda, la bomba atómica y el smart phone. Siendo el caso de que no teníamos necesidad de desplazarnos grandes distancias por tierra, ni volar a nadie en pedazos, ni hacernos selfies, Arono se concentro en lo que si necesitábamos, volar sin tener que usar nuestras alas. Lo digo por el resto de la gente, porque como ya dije antes, a mi me encantaba desplegar mis hermosas alas que por aquel entonces, como todos mis iguales, me salían de la cintura y se alzaban hermosas hasta la altura de mi hombros y bajaban hasta la parte posterior de mis rodillas. Solían ir a juego con el color del cabello de su dueño, en mi caso un tono trigo intenso. Eran finas como lo son las de un murciélago, pero más suaves y fuertes.
Lo cierto es que Arono había estado buscando una solución a nuestro «problema», cuando una mañana salió todo despeinado y emocionado de su cueva y de cierta forma algo dentro de mi me indicó que aquello significaba el fin de las alas para los humanos. Por más imposible que parezca e inverosímil (las generaciones de ahora son muy desconfiadas) Arono había inventado un sistema que nos permitía llegar a la cima de la planicie sin un aleteo   de nuestras alas. Era por medio de un complicado mecanismo de poleas que tenía la capacidad de elevar un gran canasto donde cabían dos personas. El invento resultó de las mil maravillas, no me pidan que explique bien porque, nunca se me dio bien la física ni la ingeniería, y toda la tribu estaba eufórica.

Menos yo. No me resigna a abandonar aquella actividad que sentía como parte de mi esencia. Es verdad que era muy cansador y terminaba mis sesiones de vuelo reventado, pero no había sensación más gloriosa que aquella y no la iba a dejar aunque no me hiciera falta.

Uno a uno fui viendo como todos los miembros de mi tribu dejaban atrás el hábito de volar y cuando las siguientes generaciones fueron llegando, nadie se preocupo por enseñarles o entrenarlos. Cuando llegó mi hora final estaba rodeado de seres humanos con alas, pero atrofiadas.

Con mucho disgusto fui viendo como las alas de las personas eran cada vez más inútiles, generación tras generación. Incluso quienes intentaron volar años más tarde, no pudieron hacerlo. Con el paso de los años el tamaño de las alas se comenzó a reducir hasta que quedaron por completo obsoletas. Finalmente, llegaron los humanos que nacieron sin ellas.

O al menos sin alas visibles. Porque como ser omnipresente y omnisapiente que soy, tengo el claro conocimiento de que las personas aun tienen las alas dentro de si, un poco adormiladas, pero esperando el momento justo para volver a aletear y que toda la raza humana salga a volar.

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