La culpa de todos mis problemas con las mujeres la tiene mi hermano José. Cuando yo tenía 9 años y él 21, se agachó para mirarme a los ojos sobre sus lentes de aviador, tiró su cabello que le llegaba a los hombros hacia atrás y me dijo “Pedrito, nunca se te ocurra dirigirte a una mujer por su nombre. Decile mi amor, osito, cariño, corazón, lo que prefieras. Pero nunca la llames por su nombre”.
Mi hermana Isabel, que estaba en aquel momento con nosotros en el jardín, dando vueltas, moviendo sus largos cabellos coronados con una tira de flores, empujó a mi hermano, se colocó en su lugar y tomándome de los hombros me dijo “en tu vida se te ocurra hacerle caso a José. Las mujeres detestamos eso. Él sólo te dice eso porque el otro día se equivocó de nombre con la chica que estaba y ella le dio con una plancha en el medio de la cara”.
A mí me gustaba mucho mi rostro por aquel entonces. Tenía unos dientes grandes y una hermosa sonrisa que lograba que me saliera con la mía cada vez que me metía en problemas. Unos enormes ojos marrones, que me ayudaban a conquistar mujeres y unos rasgos muy armónicos. Sé que no queda bien, pero lo voy a decir igual. Siempre estuve y siempre voy a estar muy bueno. Es la pura verdad.
La primera chica con la que salí se llamaba Marta. Tenía 14 años y la conocía del club. Ella hacía gimnasia rítmica y yo jugaba al basquetbol. Fue en una yincana que mi mejor amigo le dijo a su compañera de clase que le dijera a ella que yo quería que fuera mi novia. Aquella tarde Marta aceptó, pero pasó una semana antes de que compartiéramos nuestro primer beso detrás de la piscina techada del gimnasio.
De joven fui más bien un chico de novias y aquella Marta me duró 2 años. Terminamos más que nada porque ella se mudó de barrio y se fue del club. Algunos dirían que fue el trauma que me causó mi hermano, otros que pura casualidad, lo cierto es que al tiempo de dejar con Alpha Marta, conocía a la segunda.
Ahora era más maduro y a pesar de que Beta Marta gustaba de mí, me llegó por alguien que se lo contó a otra persona, que me lo dijo a mí. Esta vez fui valiente y en uno de los recreos del liceo la invité a salir. Como ya adelanté, era muy pintún. Me había convertido en un adolescente alto, flaco y con una cara agraciada libre de granos, que en mi entorno, era todo una proeza. Además tenía una onda matadora que dejaba a todas muertas. Podría haber salido con una Inés, una Ana o una Daniela. Pero a causa del fantasma de la historia de mi hermano, Marta me pareció la opción más segura.
Mi relación con la segunda Marta duró unos 4 años, pero cuando terminó decidí que ya había tenido suficiente de parejas de larga duración y que era momento de disfrutar un poco de mi soltería. Aun así el tema de los nombres me había calado hondo y después de seis años entendí que cambiar de nombre podría ser una movida equivocada.
Así que sin volver a estar con una persona de forma estable, pasé por todo el abecedario griego de Martas hasta llegar a Omega y volver a empezar. Cuando hablaba con mis amigos era siempre acerca de la bajita, la de rulos, la que araña o cualquier distintivo que identificara una de otras.
El problema llegó cuando sentí que era hora de sentar cabeza y encontrar una mujer que me acompañara por una larga parte de mi vida. El inconveniente no sólo era que las Martas que fui conociendo fueron en algunos casos egoístas, muy perfeccionistas o me tiraban demasiado del pelo, el tema fue que me enamoré de una Candelaria. Demasiadas letras de diferencia para pasar por una Marta. Si hubiera sido Mary, Martina, Marucha. Pero aquel nombre no se parecía en nada.
La hermosa chica era la hija de unos amigos de mis padres. Alta, esbelta, con un cabello color trigo, de solo mirarla me sentía fascinado. Simplemente espectacular. No la había visto mucho durante mi infancia porque habían estado viviendo en el exterior. Ahora que habían vuelto nuestros padres habían retomado el contacto y desde el primer día en que la vi había quedado prendado.
Al parecer estaba claro para todos que ella correspondía mis sentimientos, como anuncié antes, soy irresistible. Me sentía atrapado, había sido una vida entera de Martas. No sabía qué hacer. En una fiesta familiar mi hermano se percató de mi disyuntiva. Con un enorme vaso de cerveza sobre la inflada panza que había desarrollado, quitando de su cara su aún largo y desprolijo cabello, me agarró del codo y me dijo “Pedrito, te voy a ayudar con esto. Sé que tu trauma con las Martas es mi culpa”.
Desde aquel momento en adelante y a modo de broma, empezó a decirle a Candelaria Marta. Según él le hacía acordar a una actriz con ese mismo nombre. Para colaborar con la causa su esposa lo imitó, pronto lo hizo también Isabel y como consecuencia inevitable, se les terminó pegando a mis padres.
Al principio Candelaria se resistió, pero después lo asumió con naturalidad, y desde ese momento en adelante comenzó a llamarse, al menos para nuestra familia, Marta. Ahí fue cuando empecé a sentirme seguro y libre de temor a que me diera un planchazo en la cara, por fin la invité a salir.