La chocolatería Jameson era la más importante de la ciudad hacía ya muchas generaciones. El negocio, como todo lo que tenía que ver con mi familia, era tradicional. A principios del siglo XX yo era Jameson V. No porque nuestra rama genealógica no fuera más larga, sino porque unas generaciones antes, un antepasado había cometido el error de llamar a su hijo Steve. Hasta el día de hoy nadie lo había perdonado.
Nuestras recetas eran la clave de nuestro éxito y muy populares. Ejecutadas una y otra vez con milimétrico cuidado, utilizábamos los mejores ingredientes y las combinaciones perfectas de estos para elaborar los chocolates artesanales más deliciosos del mundo. Unos bombones reconocidos por su gran calidad y exquisito sabor.
Toda mi vida giraba en torno a llevar adelante la tienda de tamaño reducido, pero muy rentable, que tenía en la calle principal. Estaba conectada con un taller donde se realizaban los dulces y una cafetería, donde además de venderlos, ofrecía bebidas calientes a mi clientela. Era mi rincón perfecto en el mundo. El lugar estaba siempre pulcro y ordenado, parte vital para llevar adelante la receta perfecta. Mis empleados conocían mis manías y se cuidaban bien de no salirse de la línea.
En aquel lugar perfecto del universo, me pasaba el día entero rodeado del intenso aroma a chocolate, del que nunca podría cansarme. Con la misma meticulosidad que lo había hecho durante mis primeros 42 años, calentaba y mezclaba los ingredientes en una inmensa olla que después vaciaba sobre los moldes. Los sabores de mis bombones eran tan clásicos como deliciosos: licor, frutos secos, caramelo, vainilla y menta.
Un día de intensa lluvia la paz de mi vida se vio alterada por una explosión con forma de mujer. Cual trueno y relámpago combinados, Antonia abrió la puerta de mi tienda de manera estrepitosa, trayendo con ella un torbellino de agua, bolsas de compras y alegría, rodeadas por un intenso aroma a jazmín que la perfumaba.
Se disculpó numerosas veces por mojar el piso y ocupar todo el espacio con sus grandes paquetes. Se ubicó en la mesa de la esquina y cuando yo mismo fui a atenderla, me pidió que le sirviera mis mejores bombones y un café bien caliente.
No puedo determinar de forma racional qué fue lo que me hizo sentarme con ella cuando me lo sugirió. Supongo que serían sus intensos ojos avellana, su voluminoso cabello castaño o su prominente escote que escondía de forma modesta con un chal rojo. Imagino que fue todo el conjunto lo que logró persuadirme de que tomara una taza en su compañía.
Por tradición era bastante común que los Jamesons nos casáramos con una Mary, Anne, Elizabeth y uno muy osado, quizás se aventurara con una Louise. Mi familia siempre había optado por mujeres conservadoras que amaran el orden tanto como nosotros. No sé cómo fue que yo terminé casado con aquel huracán de pasión llamado Antonia.
La que se convirtió en mi esposa no podía ser más opuesta a mí. Tonia era cocinera en un restaurante de la misma calle, apenas había llegado a la ciudad y ya había cautivado a todos en el barrio con sus extravagantes e innovadoras recetas.
Nunca tuve claro por qué se había fijado en mí, con su físico voluptuoso, su habilidad en la cocina y su carisma natural, habría podido tener a cualquiera. Pero por alguna razón se interesó en mí, un bajito, regordete, eso sí, con mucho cabello en la cabeza y un espeso bigote, que según Antonia, era mi mejor rasgo.
En un comienzo Antonia se conformó con desbaratar mi vida privada. Llegó para desordenar mi casa, mi cuarto y más que nada, mi cama. Pero cuando se cansó de explorar ese aspecto de mi persona, decidió que era momento de revolucionar también mi chocolatería.
Endulzándome con sus palabras, como yo hacía con mis bombones, intentó persuadirme para que la dejara dentro de mi tienda. Me resistí lo más que pude, a pesar de saber que se trataba de una batalla perdida. Sus ideas estrafalarias me agobiaban. A mí me gustaban mis chocolates como eran: clásicos, conservadores, excelentes.
Llegamos a la tregua de que podía hacer lo que quisiera en la chocolatería, mientras estuviera cerrada, pero que ninguno de sus experimentos se venderían en la tienda. Aceptó encantada, argumentando que ella no tenía deseos de vender nada, solo tenía un desafío en mente. Al parecer, había escuchado por ahí, que existía un tipo de alimentos que podían provocar un orgasmo con nada más probarlos. La idea me horrorizó tanto como me parecía ridícula, pero mi deseo de complacer a mi mujer y mi palabra que le permitiría experimentar, me obligaron a seguirle la corriente.
Era muy interesante verla allí, jugando como una niña pequeña, combinando e intentando llegar a su receta mágica. La fiebre de ser recién casados y verla sobre la olla, sudando por el calor de los fogones, amasando de forma apasionada, relamiéndose cada vez que probaba algo que le gustaba, hizo que yo rompiera con mis más estrictas reglas y terminamos amándonos en el piso de la cocina en más de una oportunidad.
Ver a Antonia contornear su voluptuoso cuerpo entre los instrumentos era motivante. Tenía una fuerza interna, una pasión y una energía que me hipnotizaba. En su locura y su mezclado de ingredientes había un cierto método. Cuando se iba dejando todo inundado con su olor a jazmín, no podía negar que un artista había pasado por allí.
A medida que iba avanzando con sus experimentos podía ver que el brillo en sus ojos aumentaba. Cada vez la veía más excitada, trabajaba en el taller con más intensidad y nuestros encuentros, ya fueran en la cama o en el piso de la tienda, eran más consumidores. Fuera real o no, estaba claro que Antonia creía que estaba a punto de dar con algo.
Un día se levantó demasiado tranquila, con esa paz que antecede a la tormenta, algo se traía entre manos. Como no tenía que trabajar en el restaurante, se quedó a ayudarme en la tienda. No me sorprendió, no era la primera vez que lo hacía, pero aquel día su oferta hizo que un frío me recorriera toda la espalda.
La mañana transcurrió con tranquilidad, así que me fui relajando. En un momento dado tuve que bajar al sótano a buscar unas cajas de té y cuando volví a la cocina un poderoso olor a jazmín alteró mis sentidos y despertó una inquietud en mí. El aroma mucho más fuerte que la fragancia que desprendía usualmente mi mujer.
Alarmado salí corriendo hacia la tienda justo para ver como mi esposa le ofrecía al señor Goodwill una bandeja con bombones, pero ninguno de ellos parecía ser de las típicas recetas creadas hace cientos de años por mi familia. Eran los experimentos de Antonia. Horrorizado me abalancé hacia mi anciano cliente, que era un hombre frágil de unos 80 años.
Llegué demasiado tarde y el señor Goodwill ya se había metido uno de los dulces experimentales de mi mujer dentro de su boca. Parado en el medio de la tienda, me quedé paralizado esperando ver la reacción del anciano.
Primero que nada sus ojos se abrieron con gran asombro, uno que parecía ser de satisfacción. Luego el vejestorio los cerró emocionado, su cuerpo tembló ligeramente y de su garganta surgió un profundo gruñido de placer. Acto seguido se desplomó en el suelo.
Mi esposa me miró con ojos desorbitados, pero su sonrisa torcida me reveló que, mientras yo estaba alarmado preguntándome si el anciano estaría vivo, ella debía estar cuestionándose si su experimento había funcionado y si lo que el hombre acababa de vivir era, en efecto, un orgasmo.
Una vez superado el impacto inicial, ambos nos acercamos al caballero inconsciente a investigar. Pero antes de que pudiéramos tocarlo siquiera, el viejo se levantó como un resorte, se puso de pie y volvió a acomodarse en su silla.
–Por favor señora, ¿sería tan amable de servirme otro de estos? –preguntó el anciano respirando con dificultad.
Emocionada Antonia se lanzó en mis brazos a celebrar su triunfo. Fuera lo que fuera que hubiera provocado su bombón en el hombre, éste lo consideraba digno de repetir, cosa que ni mi esposa ni yo le permitimos hacer, temiendo por su salud.
A partir de aquel día, los Besos de Chocolate, que así bautizó Antonia sus creaciones, se volvieron el bombón más solicitado. Acepté con gusto el nuevo éxito de nuestro negocio, con la condición de tener siempre un médico cerca. No había forma de predecir qué tan intensa podía ser la reacción de un cliente a estos besos.
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