El beso cobra

El Mercado Prohibido de Agra enmudeció por un segundo de intensa tensión. Viejos, jóvenes, hombres, mujeres y animales, todos se congelaron por un instante que marcó historia en la vida del lugar. El gran mercader del Norte, responsable de numerosos negocios turbulentos, el sultán de todos los crímenes a quien le gustaba que lo llamaran amo de las tinieblas, pero todos lo conocían como el Príncipe. El misterioso personaje estaba allí para conocer a una joya local, a una extravagancia del mercado, la peligrosa y exótica Sarayu.

El viento, el polvo y la arena habían cruzado ríos, montañas y desiertos y llevaron a los oídos del gran jefe de una extensa banda criminal historias de la cautivante Sarayu. Tales cosas había escuchado, tan profundo habían calado en su mente la imagen de la mujer salvaje, que había decidido cruzar el país entero, no solo con el propósito de presenciar su encanto, sino que con la firme convicción de que ella se convirtiera en su esposa.

Las malas leguas del mercado decían que por las venas de Sarayu no corría sangre,  sino veneno. El mito comenzó el día mismo de su nacimiento, ya que su madre había muerto en el momento de dar a luz y toda su familia culpó al bebé. Las cosas no habían mejorado para la pequeña con el paso de los años, ya que cuando tenía tan solo dos su padre había intentado ahogarla. La pequeña se había salvado al morder a su progenitor y salir corriendo. El hombre había muerto en el lugar, por razones que nadie supo jamás.

Una familia la encontró vagando solo por los montes y decidió acogerla. Eran tan solo de un matrimonio de ancianos y su nieto ciego que se dedicaban a la cría de cobras y a la venta de estas y sus derivados en el Mercado Prohibido. La bautizaron Sarayu, porque a pesar de que la niña menuda nunca lloraba, ellos podían ver dentro de aquel cuerpo pequeño y moreno se gestaba un carácter intenso que no paraba de crecer.

La pareja que acogió a Sarayu era de buen corazón, igual que su nieto y otra hubiera podido ser la vida de la muchacha si ellos no hubieran sido tan mayores y el niño no hubiera estado tan enfermo. Es cierto que le enseñaron todo lo que sabían acerca de la cría de cobras, la extracción de veneno, dónde venderlo y todo lo que hacía falta para que la niña algún día pudiera hacerse cargo del negocio. Pero no pudieron ofrecerle mucho más.

La muerte del nieto del matrimonio, cuando Sarayu tenía apenas siete años, alejó a la pareja aún más de la realidad e hizo que se cerraran más entre ellos. El pequeño niño era también la única conexión humana potente que ella tenía con el mundo. Las tragedias no acabaron allí, ya que la anciana murió de pena al año siguiente y el hombre sobrevivió solo cuatro inviernos más, lo justo y necesario para que la pequeña empezara a convertirse en mujer y tuviera las herramientas para salir adelante por cuenta propia.

Muchos hombres adultos y peligrosos intentaron adueñarse del negocio de la pequeña Sarayu. Tres fueron los que se atrevieron a desafiar a la niña con fuego en los ojos y veneno en la sangre. Todos murieron envenenados. Nadie pudo nunca probar que había sido ella la responsable de las fatalidades, pero por regla general las personas consideraron que era demasiada casualidad y no hubo quien volviera a intentarlo.

A pesar de que las intenciones del Príncipe eran muy diferentes, la gente dudaba mucho de que a Sarayu estuviera de acuerdo con la opción que él le presentaría. A tal punto se había convertido en un tema de conversación lo qué sucedería cuando ambos se cruzaran por primera vez que incluso había quien tomaba apuestas. Los más fatalistas creían que sin mediar siquiera una palabra, Sarayu comandaría a sus cobras para que se tiraran sobre el Príncipe y lo mataran en el acto. Los dramáticos pensaban que Sarayu lo conquistaría y después de casarse en la noche de bodas envenenaría la copa de vino con la que brindarían. Los más optimistas estaban convencidos de que Sarayu aceptaría la propuesta, se casaría con él, se adueñaría de sus negocios y recién en ese momento acabaría con él.

Cuando el Príncipe entró en el Mercado Prohibido todos los comerciantes y clientes comenzaron a seguirlo. La visión era realmente espectacular. Era un hombre alto, más que la mayoría, sus músculos se veían bien marcados debajo del chaleco abierto y se adivinaban debajo del pantalón de ligera tela negra. De su espalda colgaba una capa del mismo color que flotaba con el viento. Era un espécimen que dejaba tanto a hombres y mujeres sin aliento. A veces por distintas razones, en algunos casos, por la misma.

Para el momento en el que se adentró en el carril de puestos donde Sarayu tenía el suyo, una verdadera multitud de espectadores le seguía, además de sus propios hombres cubiertos por ropajes negros de pies a cabeza y llevando un sable en la cintura. Después de haber cruzado grandes distancias, al fin estaba allí, delante de la famosa mujer.

En el momento en que el Príncipe se plantó frente a Sarayu, ella se encontraba de espaldas, hablando con sus cobras. Lo primero que el hombre apreció fueron sus largas piernas, que culminaban en una estrecha cintura. Sobre su espalda caía un largo pelo negro brillante y bien peinado, cubierto en parte por un sari gris bien bordado.  Los cientos de pares de ojos posados sobre ella hicieron que la chica se diera cuenta de que algo pasaba y girara a mirar qué era.

Al dar vuelta su cuerpo, Sarayu le enseñó al Príncipe su exótico rostro, con unos enormes ojos que parecían desprender llamas de fuego. En ese preciso momento todos quedaron expectantes y el Mercado Prohibido se sumergió en un profundo silencio solo quebrado por el inquietante siseo de las cobras, que sentían que su ama estaba siendo amenazada y se plantaban en una actitud defensiva.

Quienes esperaban una muerte automática para el Príncipe perdieron su dinero e ilusiones, porque Sarayu en un primer momento no hizo nada. Se quedó allí de pie frente al monumental hombre que la miraba desafiante. Ella no había estado ajena a las especulaciones que corrían en torno al encuentro. No era el primero que la pretendía, ya que muchos habían pasado por allí antes y ninguno había logrado su objetivo. En verdad Sarayu sentía incluso curiosidad sobre quién era que se animaba a pretenderla ahora.

Lo que vio no la dejó en absoluto indiferente. El hombre tenía una mirada helada y ácido parecía correr por sus venas, debajo de la piel color marfil. Su cabello de rulos rubios despeinados le daban un aire brutalmente infantil que chocaba con todo lo demás que emanaba su figura.

Una conexión animal se estableció entre los dos. Todas sus vidas ambos habían estado buscando alguien como quien tenían delante en aquel preciso instante. La otra cara de una misma moneda muchas veces golpeada y utilizada, pero que se mantenía inquebrantable. Un entendimiento único y una comunicación subliminal que nadie más podía entender. Poco a poco sus cuerpos se fueron acercando ante la atenta mirada del mercado entero.

Perdido en los ojos de Sarayu y motivado por el hecho de que ella también se movía hacia él, el Príncipe decidió recorrer la distancia que le faltaba para llegar a ella y tomándola de la cintura, acercó su rostro al de Sarayu para intentar darle un beso.

Un gemido ahogado se escapó de la boca de todos los presentes, si el aire parecía congelado antes, ahora ya no se oía ni a las serpientes. El intentó de beso nadie tenía forma de preverlo, pero lo que ocurrió a continuación fue algo que escapaba hasta las mentes más creativas. Porque en el momento clave en el que el Príncipe intentó acercar sus labios a los de Sarayu, ella hizo un movimiento sinuoso con su cuerpo, que parecía imitar a la forma de moverse de sus propias cobras, y acto seguido se apartó de él y le dio la espalda.

Durante el segundo que vino a continuación un millón de pensamientos cruzaron la mente de los presentes. ¿Se había atrevido el Príncipe a desafiar con un beso a la mujer más poderosa y peligrosa de la región? ¿Había Sarayu dañado el honor y despertado el deseo de venganza del hombre más duro y temido del Norte? Todo el mundo contuvo el aliento expectante, lo que ocurriera a continuación podía ser el comienzo de una catástrofe.

Pero no fue así, acercándose a la mesa de su puesto Sarayu agarró dos copas y la botella de vino con la que solía invitar a sus clientes. Sirvió el líquido rojo en ambos recipientes y le tendió uno al Príncipe, quien lo aceptó. Nadie podía saber qué pasaba por la cabeza de aquellos dos. La tregua se debía quizás a que sentían que habían encontrado a un igual, tan roto y maltratado como ellos mismos. Tal vez se habían cansado de luchar contra el mundo y necesitaban un descanso. Capaz ambos querían ver quién sería vencedor en la batalla final, el veneno y el fuego o el hielo y el ácido. Pero en ese momento, en el cruce de miradas los dos vieron que eso lo determinaría el tiempo. Ahora no había más que hacer que brindar y beber.

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