Mi pueblo era pequeño y en él nunca pasaba nada. Se llamaba San Fermín de las Rosas en honor a un santo que había vivido allí hace ya muchos años. Había construido en nuestra tierra una gran iglesia (que era el orgullo de las viejas que se pasaban rezando) rodeada de rosales que le daban el nombre al pueblo. Este campo lleno de rosas era para nosotros el mejor campo de juegos en muchos kilómetros.
Una plaza central, donde estaba la iglesia, era el corazón del lugar. La alcaldía, la farmacia y la panadería eran los principales locales también estaban allí. Seis calles de casa apretadas a cada lado de la iglesia era todo lo que formaba parte de nuestro pueblo. Alrededor del lugar había pequeñas colinas verdes que hacían que la zona fuera de verdad muy bonita.
Para mí eran todos los días bastante iguales, no por eso aburridos. Ir a la escuela, volver a casa a comer, pasar a saludar a papá por la panadería y el resto del día libre para jugar a la pelota con mis amigos y pensar alguna travesura para hacer. Cada día era igual al anterior con la excepción de los malditos domingos.
Sin importar si el día estaba tan esplendido que sólo invitaba a correr por el campo o tan feo que no valía la pena salir de la cama, mi madre me arrastraba fuera de la cama con un insoportable “vamos Miguel, vamos”. Me ponía mis mejores galas y junto a mis dos hermanos y mis padres nos dirigíamos, al igual que todo el pueblo, hacia la iglesia.
Aquel domingo fue especial. Mientras de pie junto a mi madre, ubicados en el tercer banco, luchaba con el nudo de la corbata que me ahorcaba y movía los pies dentro de los incómodos zapatos, apareció el cura, que tenía aquel día una mirada especial y en su boca se adivinaba que iba a anunciar algo importante.
En ese momento no entendí mucha la relevancia de lo que iba a anunciar, pero cuando por fin habló toda la iglesia se revolucionó y las viejas de la primera fila empezaron a abanicarse con más entusiasmo que nunca. Al parecer en un mes iba a venir el Papa a nuestro pueblo. Su hijo debía de ser alguien muy importante para que todos se pusieran así, fue lo que pensé en aquel momento. Incluso mi madre no puso ninguna objeción cuando minutos más tarde abandoné aquel lugar cargado de incienso para salir a correr por los alrededores de la iglesia con mis amigos.
Que no entendiera la importancia de lo que estaba por pasar no impidió que me diera cuenta algo relevante estaba aconteciendo en mi pueblo. Los preparativos para celebrar la llegada de aquel importante señor empezaron el mismo día y lo más destacado es que pronto empezaron a llegar personas de otros pueblos a colaborar con los preparativos.
Quien más llamó la atención de nosotros los niños fue la visita de Carmen, la prima de Merche, una vecina de unos 78 años que no se acordaba mucho de su parienta, pero aun así la recibió de brazos abiertos en su casa. Carmen de por si no tenía nada de especial. Quien nos fascinaba a mis amigos y a mí era su hijo Juanete. El hombre debía de tener la edad de mi papá, unos 40 años, pero mi madre decía que tenía la mentalidad de un niño de 5.
A nosotros nos encantaba mirar a Juanete. Su madre lo vestía como si fuera un niño gigante, con unos pantalones que le llegaban a la rodilla y hacían que pareciera aún más cuadrado. Por dentro de los shorts llevaba siempre una camisa a cuadros y unas medias que sobresalían demasiado de los zapatos. Caminaba balanceándose, con los hombros encorvados y un hilo de baba amenazaba siempre con caer por su barbilla.
Hablaba muy poco y cuando lo hacía era para balbucearle a su madre que tenía frío o hambre. Iba siempre detrás de ella y era a la única a quien se dirigía. A nosotros nos gustaba perseguirlo y tirarle piedras, aunque su madre siempre nos espantaba y tocando la cabeza de su hijo repetía siempre que el Papa lo iba a curar. Desde la primera vez que la escuché decir aquello, mientras comíamos en el gran restaurante del pueblo, me convencí de que aquel hombre a quien esperábamos era en realidad un mago.
El resto de los días lo pasamos con mis amigos discutiendo acerca de cómo sería aquel gran hombre, qué poderes tendría, aparte de curar al hijo bobo de Carmen, cómo iría vestido y si tendría una varita mágica. Ese pasatiempo competía con el de perseguir a Juanete, tirarle piedras y hacerle caras.
Un día nuestra percepción sobre aquel hombre/niño cambió. Llevábamos un rato en el parque, él estaba sentado en un banco junto a su madre que tejía muy concentrada mientras que charlaba con otras viejas de la iglesia. Con mis amigos buscábamos piedritas para tirarle a Juanete en la nuca. Apostábamos a ver quién era capaz de pegarle más veces e íbamos sumando puntos.
El pobre tonto soportaba nuestros golpes hasta que un determinado momento a mi amigo Carlitos se le fue la mano y agarró una piedra demasiado grande. Creo que no fue consciente de que se había equivocado de tamaño hasta que le dio con el piedrón en la parte de atrás de la cabeza de Juanete y acto seguido él se dio vuelta para dedicarnos una profunda mirada asesina. A partir de ese día no lo volvimos a molestar.
El gran evento finalmente llegó. En la plaza central de nuestro pueblo, delante de la importante iglesia se acumulaba una enorme cantidad de gente. El público iba desde madres con bebés en brazo hasta los viejos más viejos con bastón o en silla de ruedas. Nosotros corríamos de aquí para allá entre las piernas de la gente, huyendo de los encargados de seguridad que vigilaba que todo el mundo estuviera bajo control y que se respetara el corredor de gente que se había formado para que pasara el Papa, hasta llegar a la tarima donde daría su discurso.
La gran decepción vino cuando vimos al famoso Papa por primera vez. No se parecía en nada a ninguno de los magos que habíamos visto en dibujos. No llevaba un gorro alto y colorido, más bien una pelela blanca encasquetada que le quedaba muy mal y no tenía ningún aura mágica a su alrededor. La desilusión hizo que nuestra atención volviera otra vez a Juanete, que en teoría aquel día se convertiría en una persona normal. El hombre estaba allí en primera fila, acompañado de su madre, para no perder la oportunidad de arreglarse.
Aquel hombre era un misterio para nosotros. Podía parecer muy tonto, siempre arrastrando sus pies y babeando, pero nosotros no podíamos olvidar aquella mirada de odio que nos había dedicado cuando se cansó de que le tiráramos piedras. Estábamos ansiosos por ver cómo sería Juanete cuando se volviera normal.
Una cosa que nos llamó la atención fue ver cómo la gente iba besando el anillo del señor bajito y regordete. Parecía ser que allí era donde estaban todos los poderes del Papa. Poco a poco el hombre enredado en su túnica y capa blanca fue avanzando entre la multitud y después de abrazar bebés, bendecir con la mano a cientos de personas y permitir que todos a su paso besen su anillo, llegó el momento de la verdad. El poderoso Papa estaba de pie frente a Juanete y por fin se iba a volver una persona común.
No bien el Papa se colocó delante de Juanete y su mamá, esta le dio un empujón a su hijo para que se acercara más a aquel hombre mágico. Sin dudarlo el pobre tonto se lanzó sobre la mano del santo señor y comenzó a llenarla de baba con todos sus besos.
La gente alejó la mirada. La imagen era un poco desagradable y ahí vimos por qué aquel hombre era tan especial. Porque en lugar de alejarlo, le tomó la cabeza y se la besó, mientras que Juanete seguía chupándole la mano. Después de unos segundos el Papa por fin logró separarse del hombre y continuar con su camino entre besos y bendiciones.
El señor terminó de saludar a todos y dio un discurso muy aburrido del que casi ni nos enteramos porque nos pusimos a correr entre la gente. Cuando el hombre se fue, el aire del pueblo cambió por completo, pasamos de la seriedad absoluta a la fiesta más loca. La cerveza y el vino iban de una mano a otra y nos fuimos llenando de comida, robando pedazos de pizza de un puesto a otro que se habían armado para venderle a las visitas. Después de un rato, quienes habían venido sólo para ver al Papa, comenzaron a irse.
Entre lágrimas Merche se despidió de su adorada prima, ahora que se habían reencontrado, le daba mucha pena decirle adiós a Carmen. Mientras las mujeres se abrazaban, pudimos ver a Juanete que se agitaba solo en un rincón del bar. Al parecer la magia del Papa no había logrado transformarlo.
Aunque nosotros los niños eran los únicos que sabíamos la verdad. Porque en el momento en el que el Papa se había detenido delante de Juanete y éste le había llenado las manos de baba, nosotros vimos como el tonto había aprovechado para cambiar el anillo de oro macizo del hombre por otro que sacó de su bolsillo.
Mientras estábamos en el bar y ellos a punto de irse, en el momento en que Juanete descubrió que lo estábamos mirando, sacó el anillo de oro de su bolsillo y después de observarlo nos dedicó la mirada más atemorizante que habíamos visto en nuestras vidas. Segundos después volvió a guardar la joya y ser el mismo tonto de siempre. Aquel fue el recuerdo más grabado que me quedó de la visita del Papa.
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