El viento soplaba fuerte y golpeaba la cara de Taomara mientras caminaba sobre la nieve. El sol estaba en su máximo esplendor, pero no calentaba nada el helado cuerpo de la muchacha. Las abrigadas pieles que llevaba amortiguaban un poco el frío y evitaban que muriera congelada.
Su misión era muy importante, necesitaba toda la fuerza que la naturaleza el pudiera brindar para llevar a cabo la tarea que tenía delante de sí. Todo había empezado hacía ya 30 largas lunas. El alimento había comenzado a escasear en su aldea y los hombres habían tenido que salir a buscar una fuente de sustento que garantizara su supervivencia.
Días tras días las mujeres habían esperado ansiosas el retorno de sus hombres e hijos. Sus ojos se habían cansado de mirar la inmensidad de la nieve y sus pieles se habían ido secado golpeadas por el viento, pero ellos no habían vuelto a casa. Inquietas, las pobladoras de la tribu habían comenzado a pedirle a los elementos: al agua, al viento, a la nieve, que les dieran una señal, que les indicaran el camino que debían recorrer para salvar a su gente.
La naturaleza escuchó sus plegarias y contestaron, señalando por medio de una aurora boreal verde y luminosa a Taomara, quien fue seleccionada y preparada para salir en busca de los hombres y salvarlos. Así que fue armada con las pocas provisiones que les quedaban y con toda la presión sobre sus hombros, Taomara se lanzó entre la nieve y el hielo, hacia la aventura.
El día había avanzado sin novedades, y de pronto Taomara se había vuelto rodeada de una noche intensa que hacía que su corazón se encogiera a cada paso que se alejaba de su aldea. Su parte emocional sabía que contaba con el apoyo de los dioses y la fuerza de los elementos, pero a su cerebro racional no se le escapaba que los osos polares y los perros salvajes no siempre eran amigos.
A pesar de todo debía seguir. Su determinación de avanzar y encontrar a Kunik era más fuerte que el viento y sus temores. Sus recuerdos eran lo único que le daba calor en la gélida noche. Se habían prometido el verano pasado, bajo el suave sol que se alzaba sobre su aldea. Había sido una ceremonia adorable, a pesar de estar rodeados de hielo, el aire se había entibiado con el amor de ambas familias.
El día que Kunik la había besado por primera vez fue un par de inviernos atrás. Esa noche Taomara repitió una y otra vez el recuerdo en su mente, para mantener las esperanzas. Había sido en una noche fría y oscura, al igual que la que le tocaba vivir ahora. Después de una jornada de pesca exitosa se habían juntado alrededor del fuego a saborear el fruto de la jornada. La excitación y la emoción del día habían hecho que la calma y el calor de la hoguera hicieran aflorar todas las emociones y una vez que Taomara y Kunik se miraron, no habían sido necesarias las palabras y se fundieron en un beso.
Pero a pesar de las fuerzas que le daban esos recuerdos y el esfuerzo que Taomara hacía, el viento gélido, la nieve resbaladiza y el aire que se colaba por todas partes iban haciendo que su voluntad mermara poco a poco. Tropezaba una y otra vez y los golpes contra el frío suelo comenzaban a dolerle y calarse en sus huesos. Llegó un punto en el que ya ni podía ponerse de pie. Sus fuerzas se habían agotado y pensó que aquella había sido su última caída. Ahora sólo podía arrastrarse por el suelo, sintiendo que era su hora final.
Aun así se negaba a aceptar que los dioses la hubieran dejado sola cuando más los necesitaba. Con sus últimas fuerzas le rogó al hielo, a la nieve, al viento y a la lluvia que la socorrieran. Suplicó al mar, a las estrellas y a la tierra que le permitieran salir de aquella situación, encontrar a su hombre y volver a su aldea.
Y de entre la inmensidad del frío llegó la respuesta. Su mano se deslizó por el suelo helado y estuvo a punto de no notar un cambio de temperatura en la superficie. Pero lo sintió, allí estaba. Su mano había chocado con algo tibio, y lo más importante, vivo. Por un momento el viento dejó de soplar y un rayo de luna iluminó aquel preciso lugar donde ella había apoyado su mano. Era la respuesta de la naturaleza. Un calor intenso comenzó a recorrer todo el cuerpo de Taomara y supo que la naturaleza no la había dejado sola.
Observó con atención aquel objeto del que emanaba calor. Era una pequeña montañita redondeada que sobresalía del hielo. Era una nariz. Por extraño y descabellado que pareciera, sus dedos estaban ahora trazando la línea de un caballete humano. Las narinas estaban quietas, lo que parecía indicar que la persona enterrada debajo de la nieve estaba muerta.
Nada tenía sentido. La piel estaba caliente, no podía tratarse de un cadáver. Tenía que ser una señal de los elementos. Le estaban dando una oportunidad y debía aprovecharla. Su misión era desenterrar a la persona que se ocultaba debajo de ella. Sus manos estaban casi congeladas. Las sentía duras y acartonadas, palear la nieve era casi imposible. La frustración comenzó a invadirla. Era una oportunidad única, un mensaje de esperanza del universo, tenía que lograrlo.
Observando la nariz con desesperación descubrió que le parecía familiar. Mirándola con más atención se dio cuenta de que era nada más y nada menos que una parte de la cara de Kunik. En aquel momento se encendió otra luz, pero esta vez dentro de ella. Ahora que sabía que era su prometido quien se escondía bajo la nieve, vio con claridad lo que tenía que hacer. Colocando sus dos manos a los lados de la tibia montañita, se agachó y comenzó a frotar su propia nariz con la que sobresalía de la nieve.
Se concentró en pensar en la naturaleza que les daba la vida mientras lo hacía. En lo cálido que puede ser el sol aún entre tanta nieve, en el placer de un fuego chispeante en una noche helada, en una taza de hierbas calientes dentro de un iglú de hielo, en la piel tibia de su pareja, en su respiración cuando sus besos le recorrían toda la piel.
Taomara mantenía los ojos cerrados mientras evocaba todas aquellas imágenes en su mente, no podía verlo, pero sentía como una luz de vida conectaba su cuerpo con el de su prometido, que empezó a moverse debajo de la nieve. Sus brazos aparecieron repentinamente y sacando su cabeza de entre los blancos copos, abrazó a su amada.
Inundados por aquella luz de energía vital, de alrededor de Kunik fueron surgiendo el resto de los miembros de la tribu. Poco a poco un brazo salió a la superficie y Kunik fue a tirar de él para desenterrar a uno de sus amigos. Un poco más alejado lo primero en asomarse fue un dedo gordo, para dar paso a una pierna y después al cuerpo entero de un joven cazador.
Un rato después de que Taomara encontrara a su pareja, todos los cazadores estaban con ellos en la superficie. Habían dejado sus presas en una cueva cercana, cuando un alud los había atrapado a todos bajo una capa de nieve. Por suerte para ellos había aparecido Taomara, que con ayuda de los elementos, los había salvado con un beso esquimal.
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