Se decía que habían visto a la señorita Montes besándose con un extraño, en la galería del colegio, a altas horas de la madrugada. Las monjas le contaron como habían escuchado a dos alumnas hablar acerca de cómo habían visto a su compañera en compañía de un hombre desconocido. Si había algo en este mundo que el director Pérez odiaba, eso eran los rumores, pensaba el hombre de rostro serio, espalda recta y cabello cano mientras miraba por la ventana de su despacho.
Desde las aulas donde las monjas impartían las clases, por entre las galerías que daban al patio y las huertas, por los caminos de tierra donde las niñas caminaban cuchicheando, se expandían con la ayuda del viento y los susurros toda clase de rumores. Las cosas que viajaban de entre las faldas de los uniformes, se mezclaban entre las hojas y llegaban a sus oídos variaban desde los actos más insignificantes sin la menor trascendencia, hasta las mayores atrocidades que solo una persona muy cruel podía cometer o alguien con mucha imaginación inventarse.
Lo peor de las habladurías, como el director mismo había podido comprobar en los años que llevaba ocupando su puesto en aquel colegio de monjas para niñas pupilas, es que el concepto de la verdad es el menos absoluto que existe en toda la tierra. Si aun cuando queremos ser sinceros con nosotros mismos nos encontramos diciendo mentiras, ¿qué podemos ofrecer a los demás? Y cuando ya son dos o más las partes involucradas el embrollo se vuelve tan grande que solo Dios puede tener la respuesta acerca de lo que es cierto y que no.
Cuando sor Angustia y sor Soledad se habían plantado en su despacho unos días atrás, una vez que se sentaron, retorciéndose incómodas en sus sillas, el director Pérez se había planteado despacharlas al instante. La única razón por la cual no lo había hecho era debido al caso de Margarita Flores. Las mismas dos monjas que se sentaban ahora ante él con las caras rojas como un tomate, enmarcadas por sus tocados, le habían comentado que se decía que la señorita Flores tenía un romance. En aquella ocasión el director había decido ignorar los rumores. Ahora hacía apenas unas semanas atrás había tenido que expulsar a la alumna, al bebé que llevaba dentro hace seis meses y al jardinero que había confesado ser responsable de todo. No podía cometer el mismo error, por más que odiara las habladurías, debía escucharlas.
Esta vez se trataba de la señorita Montes, explicó sor Angustia que no dejaba de jugar con el rosario de cuentas de madera marrones. Al parecer la habían visto en la víspera de la misa de gallo, en una de las galerías de la planta inferior del colegio, la que daba al huerto de los tomates. Nada bueno podía estar haciendo una chica en un lugar tan oscuro, en un rincón tan apartado de la escuela, a esa hora del día. Según lo que habían escuchado, sus compañeras la descubrieron besándose con un misterioso caballero, que iba todo vestido de negro, con una capa que le llegaba hasta los pies. Las chicas no habían dejado escapar tantos detalles, dijo sor Soledad cortando el discurso de su compañera en seco. No se habían enterado de gran cosa, solo que la señorita Montes estaba envuelta en algo raro.
Era cierto que sor Angustia se había dejado llevar. No habían escuchado la palabra “besar”, pero se podía descifrar con facilidad en el contexto. El día anterior, durante la hora de bordado, las dos monjas habían hecho su ronda habitual, para cerciorarse de que ninguna de las niñas dejara su labor a medio hacer y que estuvieran llevando adelante su tarea con esmero. En un rincón del aula, en donde varias cabezas prolijamente peinadas en trenzas se inclinaban sobre la tela blanca, dos chicas se destacaban por lo cerca que estaban. Manteniendo su trabajo de aguja e hilo casi pegado el uno con otro, la señorita Ríos y la señorita Campos cuchicheaban.
La parte en que habían visto a la señorita Montes en la oscuridad de la galería era lo único cierto de todo lo que le había transmitido la monja al director. El resto de lo que descubrieron lo habían estado discutiendo minutos antes, pero se habían detenido en el instante en el que vieron las sombras de las mujeres sobre ellas.
No podían haber visto un beso. Una de ellas estaba segura de que era eso lo que estaba pasando. En aquel rincón oscuro de la galería, su compañera Lucía se había besado con el profesor de inglés. La otra chica insistía en que no habían visto tal cosa, que ellas estuvieran haciendo eso en ese momento no quería decir que todo el mundo tuviera el mismo plan, dijo dejando escapar una risita mientras acariciaba fugazmente la mano de su compañera. Además, agregó poniéndose seria, Lucía era la mejor amiga de Margarita. Todas sabían que la alumna expulsada había tenido una historia con el profesor de inglés antes de pasar al jardinero. Lucía jamás estaría con él.
Lo único que habían visto esa noche, mientras ellas mismas se ocultaban en la oscuridad de la galería, buscando un rincón donde la luna no las dejara en evidencia, habían descubierto la figura del profesor, que vestido de negro se escabullía entre las sombras. Escondidas detrás de una columna, las alumnas se habían quedado petrificadas y habían visto aún con mayor sorpresa como Lucía se acercaba al profesor, le susurraba algo en el oído y se mantenía cerca de la cara de él. Cuando las dos chicas consideraron que la otra pareja jamás las vería, volvieron con el corazón desbocado y el mayor sigilo posible a sus habitaciones.
Solo Lucía y el profesor sabían que no había nada de cierto en el rumor del beso que ambos supuestamente habían compartido. La reunión entre ellos dos sí que había ocurrido a altas horas de la madrugada, en el rincón más oscuro de la galería más alejada del colegio. También era cierto que la joven había acercado su cara a la del hombre lo suficiente como para besarlo y había susurrado palabras en su oído. Pero en lugar de darle un beso había clavado un puñal en su estómago con un golpe certero que lo dejó doblado de dolor.
No lo mataría la agresión, Lucía contaba con ello. No buscaba su muerte, quería que viviera con esa cicatriz toda su vida. Como la marca que el profesor había dejado en Margarita, al dejarla embarazada y que el jardinero que amaba a su amiga con locura se hiciera cargo del hijo de otro.
El profesor había salido airoso de la situación y eso a Lucía simplemente no le hacía gracia. Alguna risa seguro se le escaparía a la alumna cuando el director la llamara a su despacho para indagar acerca de cómo habían visto que ella era besada por un misterioso extraño en la galería a altas horas de la noche. Lucía era inteligente como para saber que lo que más le convenía era negar a muerte aquel rumor, pero de haber podido hubiera contradicho al director y le hubiera dicho que el beso lo había dado ella.
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