Los besos de la princesa

La vida pasaba por delante de los ojos de la princesa Samira como velada a través de un fino manto. Recorría la ciudad montada sobre un palanquín y miraba las calles por detrás de una cortina fina color malva. Su padre, un sultán rico y poderoso, tenía una larga lista de cosas que Samira no podía hacer: ser vista en público, hablar con plebeyos, ir a ningún lado sola, ni comer en compañía de nadie.

El palacio real era el lugar donde Samira podía moverse con más libertad, aunque cuando no estaba en sus dormitorios debía ir a todas partes con su cabeza cubierta con velo y una túnica sobre su ropa más casual. Tenía las prendas de vestir más hermosas jamás vistas: los vestidos más amarillos con bordados en oro, de lila resplandeciente y ribetes plateados, del blanco más puro con perlas incrustadas. Aun así se sentía prisionera bajo esas telas pesadas y como un animal enjaulado a pesar de lo inmenso del palacio y lo maravillosos que eran los verdes jardines llenos de árboles y fuentes.

En el palacio real había poca gente con la que Samira podía hablar y menos aún con la que tenía permiso para mantener una conversación. Entre los pocos privilegiados se encontraba el Dr. Ahmed, un hombre alto, de apariencia impresionante, de barba negra y espesa y el corazón más bueno y noble que había en la región. De las personas con las que podía interactuar Samira, de la compañía del Dr. era la que más disfrutaba. Sobra decir que no lo tenía permitido, pero Ahmed le había enseñado a la princesa todo lo que sabía de medicina y muchas veces Samira lo ayudaba en su laboratorio a desarrollar nuevos remedios.

El sultán no tenía conocimiento de estas actividades, para él lo único relevante era el alma de Samira. Si bien su vida terrenal también era muy importante y llegado el momento la casaría con un hombre de su estatus, era mucho más serio que el espíritu de su hija estuviera en paz. Por esta razón la joven princesa pasaba gran parte de su tiempo rezando y aprendiendo acera de su Dios. Era mediante la religión la única forma que Samira tenía de comunicarse con su pueblo.

La princesa Samira tenía una segunda vocación aparte de la medicina, le encantaba escribir oraciones, que su padre, orgulloso por su talento y su fe le dejaba repartir entre la población gracia a la nueva imprenta que había adquirido hace poco. Samira sabía que no era una forma muy eficaz de ayudar a la gente que sabía desvalida y necesitada, pero al menos era algo que podría hacer para pasar su tiempo con la esperanza de hacer la diferencia en la vida de alguien.

Así transcurría la vida de Samira en su jaula de cristal, rezando, escribiendo oraciones para el pueblo, inventando medicinas en compañía del doctor y atendiendo el huerto que entre ambos habían creado para proveerse de hierbas para desarrollar sus medicamentos.

La existencia de Samira se deslizaba día a día sin grandes sobresaltos, hasta que una gran epidemia estalló en las calles. Un virus que se expandía como la pólvora estaba matando a gran parte de la población de su ciudad. Todo esto lo supo por medio del doctor, ya que desde que había comenzado el brote el sultán no permitía que su hija saliera de su casa ni siquiera en su palanquín.

Recluida en el palacio, Samira trabajaba día y noche ayudando al Dr. Ahmed a encontrar una cura para la peligrosa enfermedad que amenazaba con extinguir a la población de su ciudad y país. Contando con los recursos más potentes, ayuda de otras personas y siendo ambos mentes privilegiadas, dieron con una posible solución, una que quizás no eliminaría la enfermedad de forma definitiva, pero si serviría para evitar que se expandiera aún más y protegería a quienes todavía no la habían contraído.

El gran inconveniente al que se enfrentaban Samira y el doctor una vez que tuvieron su proyecto de cura, era que el sultán no tenía conocimiento de los experimentos que ellos estaban realizando y que no estaría de acuerdo con que su propia hija y el doctor real se pusieran a servicio del pueblo. Después de darle muchas vueltas al asunto y una vez que crearon suficiente medicación para una gran cantidad de la población, a Samira se le ocurrió una idea que les podría permitir hacer llegar las medicinas a la gente.

El ungüento de hierbas que habían desarrollado podía ser secado aplanado de forma que pareciera una hoja de papel. Llevaron a cabo esta tarea con la ayuda de la imprenta y grabaron las típicas oraciones de Samira sobre la medicina. Como ella misma le explicó a su padre, en un momento de crisis como el que vivían el pueblo necesitaba sus oraciones más que nunca y era de vital importancia que llegaran a la mayor cantidad de rincones del país posible.

El plan parecía ser perfecto por un pequeño inconveniente. Hacer correr la voz de que las nuevas oraciones eran en verdad medicina no sería tarea difícil, el inconveniente recaía en no permitir que la población confundiera cualquiera de los viejos rezos que podían tener y caer en sus manos y creer que estaban tratando la enfermedad cuando solo estaba aplicando en su piel papel aguado.

Necesitaban un identificativo que permitiera destacar las oraciones con medicina del resto que la princesa había enviado con anterioridad. Un signo que no solo diferenciara este rezo, sino que también le recordara al pueblo lo mucho que la princesa lo quería, más allá de que nunca pudiera estar cerca de ellos. Por eso se le ocurrió que el gesto perfecto sería un beso plasmado en la parte posterior de las medicinas. Una señal de que eran las oraciones que portaban el cataplasma y que estaban además acompañadas por todo el cariño de la princesa.

Con ayuda de las criadas que trabajaban en el palacio, pintando los labios de todas del lila preferido de Samira, se dedicaron a besar cada una de las oraciones con la medicina. Fue un trabajo arduo, pero entre todas lograron prepara los primeros cargamentos del palacio. El sultán creía que era un gesto excesivo que todo el pueblo viera los labios plasmados de su hija en un pedazo de papel, pero debido a que la situación de salud de la región era muy crítica se dejó convencer de que no tenía nada de malo.

Los cargamentos con los «besos de la princesa» comenzaron a abandonar el palacio y repartirse por todo el país. Los médicos estaban al tanto de que las oraciones eran en realidad medicina que debía ser aplicada a la gente sana y a la que ya estaba contagiada. Muchas personas más murieron, pero el ungüento que había sido creado dentro del palacio parecía estar dando resultado, la epidemia pudo ser contenida y evitaron que mucha gente falleciera.

El sultán permaneció siempre ajeno a lo que ocurría en su propio palacio. Una vez que la enfermedad fue reducida hasta casi desaparecer, la princesa pensó que sería un desperdicio no aprovechar aquel nuevo método para hacer llegar otras medicinas a la población que la necesitara. Desarrollo con el doctor un código que dependiendo del color de los labios indicaba de que remedio se trababa. Así fue que en desde ese momento en adelante los Besos de la princesa fueron recibidos como una verdadera bendición y aquel que era curado o salvado gracias a estos medicamentos jamás se olvidaron de esa misteriosa miembro de la realeza.

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