Millones de veces había escuchado a la gente preguntarme cómo podía ser tan caradura. Aquel viernes por la noche, sentado en el blanco de la plaza, con seis latas de cerveza y una estatua como única compañía, reflexionaba acerca de ese asunto. Esa velada me había encontrado con una serie de situaciones que mi madre me hubiera asegurado que habían estado provocadas por mi cara de piedra.
Horas antes, la temperatura agradable parecía traer buenos augurios mientras me vestía con mis mejores prendas y pulía mi cara frente al espejo. De piedra, mármol o lo qué fuera, mi cara parecía estar esculpida por un maestro y no estaba de acuerdo con quienes decían que mis ojos de estúpido lo arruinaban todo. Podían no ser los más inteligentes del mundo, pero su brillo aguamarina no dejaban a nadie indiferente.
Por más solo que me encontrara ahora, con cinco cervezas y una bonita estatua de una dama, esta noche la había comenzado con un grupito de amigos, tan divertidos y agraciados como yo. Era el día perfecto para salir de fiesta y encontrar una mujer a la cual besar. Con ese objetivo nos dirigimos a la discoteca más cercana donde encontraríamos cientos de especímenes entre los cuales poder elegir.
El destino no parecía estar de acuerdo con mis intenciones, ya que esa noche mi cara estaba destinada a recibir más golpes que besos. No bien llegamos al lugar, mientras tomaba una bebida que combinaba con mis ojos, descubrí a una bonita mujer que me miraba a unos metros de distancia. Entramos como en un trance magnético, el uno con el otro. Nuestros ojos eran como imanes que hicieron que nos deslizáramos entre el mar de cuerpos, para finalmente quedar enfrentados.
Comenzamos a hablar, manteniendo una charla amena que sabía que era agradable para ambos, mientras bebía poco a poco de mi vaso. Estaba seguro lo iba a lograr con aquella chica castaña. Esa noche no me iría a casa sin recibir un beso de esos carnosos labios, o así parecía que se daría todo. Hasta que la prominente delantera de una diosa con top verde distrajo mi atención provocando que volcara lo que quedaba de mi bebida sobre la mujer con la que hablaba. Nuestro juego de miradas, que había sido clave hasta ese momento, fue lo que me hundió. Mi acompañante, viendo lo que miraba, me dio una cachetada y se alejó de mí.
Ese fue el primer tropiezo que me llevó a estar en la plaza solo y acompañado con cuatro cervezas y una preciosa estatua en una plaza desierta. Tampoco puedo decir que en la discoteca la noche hubiera seguido muy bien. Con la cara adolorida, me dispuse a encontrar con mis amigos y continuar con el resto de la velada.
Los encontré en una terraza, disfrutando de un cigarrillo y charlando animadamente con unas chicas. Dentro del grupo de amigas hubo una que no bien la vi sentí que saltaban chispas entre nosotros. Se trataba de una mujer preciosa, con los cabellos largos y rubios, que se ondulaban con gracia a causa del viento. En seguida nos pusimos a hablar y sentí que con ella sí obtendría el tan preciado beso.
Otra vez la deidad de top verde y escote pronunciado me jugó una mala pasada. Su menear cadencioso que se exhibió ante mí justo cuando iba a encender un cigarrillo y una traviesa ráfaga de viento se complotaron para que incendiara el cabello de la rubia. El accidente obviamente apagó la pasión que se estaba encendiendo entre nosotros y tras darme una cachetada la chica se alejó de mí con sus amigas.
Me volví a encender un cigarro, ahora en la plaza redonda de mi barrio, con mis tres cervezas y la hermosa estatua. Había sido difícil que mis compañeros me perdonaran que las muchachas se fueran, pero con mis encantos los había disuadido de que podíamos conseguir chicas todavía mejores. Así fue que volvimos a la pista dispuestos a bailar lo que quedaba de la noche y cazar a alguna chica. En ese momento divisé a la criatura más hermosa de toda la discoteca. Tenía los cabellos cortos, muy negros y una mirada sexy y provocativa, como su vestido, que apenas le llegaba a la rodilla.
Viendo que estaba acompañada por chicas tan agradables como ella, hacia allí nos dirigimos con mis amigos. La muchacha era tan simpática como atractiva y hablando con ella estaba convencido que era la definitiva de la noche, cuando la desgracia, en forma de un par de pechos, se volvió a cruzar en mi camino. Me encontraba muy animado, cerca de la chica de pelo corto, con mi brazo rodeando su cintura, cuando la mística criatura de top verde volvió a desfilar delante de mí.
En esta oportunidad mi cuerpo sintió un intenso deseo de acompañar a mis ojos, así que como un autómata, sin saber lo que hacía, comencé a separarme de la chica con la que hablaba para ir detrás de la extraña de top verde, con tan mala suerte que el botón de mi camisa quedó enganchado en el vestido de la morena y al empezar a alejarme se lo arranqué entero.
No llegué a alejarme mucho de mi acompañante, ya que ella, después de recuperar su vestido de un tirón, me dio la que pensé que sería la última cachetada de la noche y se alejó de mi ofendida. Si no hubiera sido el seguridad de la discoteca quien me echaba, seguro lo hubieran hecho mis amigos, porque les había arruinado la velada a todos.
De esa forma fue que terminé en la plaza solo, con dos cervezas y la deslumbrante estatua de una figura femenina. Era perfecto todo en ella, los detalles grabados en piedra con tanta delicadeza. Me tenía embriagado con su belleza y poco a poco me fui acercando hasta donde estaba. Nada podía salir mal con una mujer como ella. Sus ojos de piedra no verían si miraba otro escote, no tenía cabello que se pudiera prender fuego y su ropa ya estaba medio arrancada. Era la chica ideal a la que había estado buscando.
Sin dudarlo un minuto más me subí al podio donde ella estaba ubicada y mirando los labios carnosos que me llamaban, le planté un intenso beso. Cuando esperaba encontrarme el roce de la piedra, me sorprendió sentir una intensa calidez debajo de mis labios y acto seguido una mano pesada como una roca cruzó mi cara de una cachetada que me tiró al suelo.
–Antes de intentar besarme podrías por lo menos haberme invitado con la cerveza que te quedaba, ¿no? –me increpó la estatua enfadada.
En ese instante el mundo que me rodeaba se volvió negro y cobré consciencia cuando uno de mis amigos comenzó a agitarme para que me despertara. Al levantarme del suelo observé con atención a la estatua, que se veía tan fría y congelada como siempre. Me toqué la cara y sentí como ardía a causa de todas las cachetadas que había recibido aquel día. No podía decir con exactitud qué había pasado aquella noche, lo que si estaba claro era que nadie había querido darme un beso.
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