El libro de los besos

El universo de Cósima parecía ser muy limitado durante su infancia, se reducía a tan solo la cocina, las habitaciones de servicio del gran caserón en donde trabajaba su abuela y un pequeño patio. El mundo de la niña se había expandido de forma estrepitosa cuando había logrado escabullirse de la mirada atenta de su abuela y había descubierto con fascinación la inmensa biblioteca que se alojaba en el corazón de la gran mansión.

Era una habitación impresionante, tenía enormes ventanales que daban al patio trasero y hacía que toda la recamara se llenara de la luz intensa de la mañana de verano cuando Cósima invadió por primera vez aquel santuario, cruzando una barrera de la que ya no habría vuelta atrás. Con una inmensa curiosidad y manos temblorosas tomó un libro llamativo que había abierto sobre una mesa de madera. El volumen tenía un montón de letras que Cósima no podía entender y también muchísimas ilustraciones que si bien a su corta edad no alcanzaba a interpretar, no por eso causaban menor impacto en su mente impresionable.

Un ruido a espaldas de Cósima hizo que se sobresaltara, cerrara el libro de un golpe y se escondiera entre las estanterías para finalmente deslizarse protegida por las sombras y pasillos hasta volver a los dominios de su abuela. De manera física Cósima podía estar restringida en el lugar donde le había tocado nacer y crecer, pero encontrar el pasaje hacia la biblioteca le había abierto las puertas a un mundo que hacía que su vida nunca volviera a ser tan limitada como antes.

A pesar de tener apenas diez años, el día a día de Cósima ya estaba lleno de obligaciones: debía acompañar a su abuela a buscar leña, que traía envuelta en su delantal blanco y se usaba para cocinar y calentar la gran casa; colaboraba cortando los alimentos que se servían en las comidas de los señores; ayudaba a las criadas a preparar las camas y limpiar. Nunca llevaba a cabo tareas que involucraran estar presente delante de los empleadores de su abuela, aun así siempre vestía a un impecable uniforme de vestido gris, delantal blanco y cofia a juego que su abuela se aseguraba que estuviera siempre perfecto.

Escapar de sus obligaciones y de la estricta mirada de su guardiana no era cosa fácil, pero Cósima no se aburría de intentarlo y cada vez que lo lograba obtenía como recompensa la posibilidad de navegar entre los millones de hojas que componían la biblioteca. Una vez que la mujer se acostaba a dormir era la oportunidad perfecta para la pequeña que iba a bucear entre los miles de libros. No comprendía mucho de lo que veía, pero las imágenes de los numerosos ejemplares eran tan llamativas que la arrastraban a tierras lejanas y coloridas. Lo único que la niña lamentaba es que jamás fue capaz de encontrar aquel primer libro que la había dejado fascinada.

Su desilusión duró poco, ya que en ese lugar coexistían demasiados mundos maravillosos que acaparaban toda su atención. Viajando entre los ejemplares que descansaban en las estanterías recorrió grandes extensiones de selva, los marcados negros más peligrosos, el antiguo Egipto de majestuosas pirámides, asistió a bailes reales, entre tantas otras cosas. Sus travesías eran en solitario hasta que una noche en la que estaba disfrutando de unas tierras nevadas eso cambió.

Se encontraba sentada delante en una mullida alfombra gris, con su nariz enterrada en un gran libro, con una única vela que la iluminaba, vistiendo su camisón blanco y chal gris sobre los hombros, sus cabellos negros sueltos por su espalda, cuando una mano se posó sobre ella. Reprimió el impulso de gritar y vio de pie detrás de ella a un chico que aparentaba ser un poco menor. Le pidió que no se asustara, asegurándole que no le haría daño. Cuando Cósima estuvo tranquila, él se presentó como Jean y se interesó por lo que ella leía.

Avergonzada Cósima admitió que no sabía leer, que solo disfrutaba mirando las figuras. Jean la tranquilizó afirmando que no había nada de malo en no saber leer y lo mejor era que si ella estaba interesada él mismo podía enseñarle. Cósima no tenía ni idea de lo que aprender a leer significaría para ella, pero su curiosidad era tanta que aceptó sin dudarlo, sin molestarse en saber quién era Jean y de dónde había salido. Había tantas opciones: podía ser un señorito de la casa, hijo del caballerizo o del jardinero, e incluso un fantasma. Nada de eso cambiaba el hecho de que le estaba dando a Cósima la oportunidad de adentrarse en las regiones más prohibidas y secretas que el no entender el significado de las palabras creaba para ella. Le hubiera gustado preguntar más acerca de su identidad, pero no quería correr el riesgo de que eso lo incomodara y retirara su oferta.

Desde esa noche en adelante las excursiones secretas a la biblioteca adquirieron un nuevo significado para Cósima. Los viajes entre los libros de la mano de Jean, ambos rostros iluminados por el tenue fuego de la chimenea, iban abriendo caminos inexplorados ante los ojos asombrados de la niña. No era un proceso fácil, darle significado a los garabatos que antes habían sido para ella símbolos ininteligibles era más complicado de lo que había creído al principio. La magia de las sorprendentes imágenes que las frases creaban en su mente valía la pena cualquier esfuerzo.

A pesar de ser muy joven, Jean era el profesor perfecto. Paciente y alegre, se encargaba de elegir los mejores libros para que Cósima fuera practicando. Al poco tiempo la niña ya no necesitaba de su ayuda y se convirtieron en compañeros de lectura, compartiendo la gran alfombra gris y el calor del fuego para pasar largos ratos concentrados en sus respectivos libros.

La buena suerte parecía acompañar a Cósima en sus excursiones nocturnas. Los años fueron pasando, la niña se convirtió en una joven mujer y en criada oficial de la casa. Nunca nadie descubrió sus visitas a la biblioteca, que no eran ya tan frecuentes como antes. El trabajo era cada vez más duro y al caer la noche estaba cada día más cansada. Por más agotada que estuviera la emoción de recorrer los mundos secretos de los libros y el placer de la compañía de Jean era muy intenso como para dejarlo por completo. Y aunque eso no fuera motivación suficiente había otra cosa que la seguía haciendo volver a la biblioteca desde el día mismo que la había descubierto por primera vez.

Anhelaba encontrar el misterioso libro con las ilustraciones más exóticas y coloridas que su mente no lograba igualar. El ejemplar magnifico que nunca más había vuelto a ver la obsesionaba. Daba vueltas de un lado a otro de la biblioteca ante la mirada divertida de Jean que le preguntaba si no tenía bastante con los libros que allí había. Ante la insistencia de Cósima, Jean cedía bajo el poder de sus palabras y la ayudaba a buscar lo que tanto quería encontrar.

Paseando entre las estanterías repletas de libros, con el rostro metidos entre las páginas, por sobre la mesa donde apoyaban los volúmenes que ambos investigaban, Cósima empezó a notar que si bien los libros le seguían fascinando como el primer día, mirar la cara de Jean estaba volviéndose una cosa cada día más interesante y llegaba por momentos a opacar la hermosura de las historias que escondían las tapas de los libros. No podía estar segura, pero la manera en la que Jean la miraba le hacía pensar que él sentía lo mismo.

Una madrugada de verano el sol los había sorprendido en la biblioteca, inmersos en la búsqueda del libro misterioso, perdidos entre las miradas fugaces y los roces ligeros. Los dos jóvenes habían perdido la noción del tiempo y al descubrirlo se proponían poner todo en su lugar, cuando al levantar unos de los tomos que habían estado investigando Cósima descubrió con sorpresa que allí estaba el libro que tanto había estado buscando. Emocionada llamó a Jean para que viniera a verlo con ella.

Al observar la tapa en esta ocasión si puedo leer el título que rezaba «El libro de los besos». Hechizada, Cósima comenzó a hojear el volumen y fue descubriendo distintas historias, en lugares remotos, en épocas pasadas y olvidadas que narraban relatos de los más exultantes y memorables besos. El encantó se rompió cuando sintió la mano de Jean sobre la de ella, que intentaba dar vuelta a una de las hojas del libro. Sus ojos vagaron desde los dedos de ambos, hasta la cara del chico y se fijaron por último en su boca.

En aquel instante las fronteras ente el mundo real y los libros se quebraron, rompieron en mil pedazos y se creó un vínculo único. Con las manos de los dos aun tocando las páginas, Jean acercó su cara a la de Cósima y plantó sobre sus labios un inocente beso que provocó que el mundo de la chica se agitara, temblara y la hiciera preguntarse si seguía siendo parte del mundo real o si se había sumergido en aquel volumen para convertirse en una historia más de «El libro de los besos».

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