El último beso

El momento en que Stephan me dijo que su familia se mudaba a otra ciudad, fue justo una semana antes de mi cumpleaños número 7. Él tenía en ese momento 8 años y le gustaba perseguirme para tirar de mi cola de caballo o soltar el lazo que usaba para mantenerla atada. Cualquiera pensaría que el momento en que me enteré que no lo vería más sería de gran felicidad.

Su sorpresa fue tan grande como la mía, cuando en un impulso inexplicable, le planté un beso en los labios, minutos antes de verlo desaparecer en el camión de mudanza que dejó detrás una gran nube de polvo. Estaba claro que el que había sido nuestro primer beso, sería también el último, ya que no volvería a verlo nunca más en mi vida.

El destino se encargó de demostrarme cuan equivocada estaba. Porque diez años más tarde, nuestros caminos volvieron a cruzarse. El día que lo volví a ver, yo paseaba muy tranquila con mis amigas por el carnaval que visitaba el pueblo en aquel momento, cuando alguien me robó la cinta que llevaba en el pelo. Reconocí a mi antiguo vecino al instante y las mejillas se me tiñeron de rojo al recordar el impulsivo beso.

Tras nuestro rencuentro compartimos mucho más que aquel inocente gesto. De su mano me introduje a un mundo desconocido de afecto y caricias. Intercambiamos muchos besos más, hasta el momento en que me anunció que se había alistado en el ejército y en breve se debería unir a otros jóvenes para unirse a la guerra.

El segundo último beso que le di a Stephan fue mucho más doloroso que el anterior. Esta vez, rodeada de parejas en una situación similar, entendí que ya no le decía adiós a un niño. De quien me despedía era del amor de mi vida, que podía encontrarse con su muerte antes de lograr volver a mí. Entre lágrimas, en la plataforma del andén del tren repleta de otros soldados de uniforme verde, compartimos el que creí que definitivamente sería nuestro último beso.

A pesar de todo, la fortuna volvió a sonreírnos una vez más. Cuatro años, cientos de cartas y miles de lágrimas más tarde, Stephan regresó a casa. Para pasar el tiempo en su ausencia y ayudar a mi patria, fue que me convertí en enfermera. Cuando la guerra llegó a su fin, tenía una profesión, el hombre de mi vida a mi lado y un futuro por delante.

Quien no parecía tener nada que ofrecernos en ese entonces era nuestro país. Azotado por la guerra: el desempleo y el hambre abundaban, mientras que las posibilidades y la comida escaseaban. Cada vez más los jóvenes empezaban a mirar a los países de América como la tierra de oportunidades. Crear una familia era lo que más anhelábamos con Stephan, generar vida entre tanta muerte. Pero no había forma de que pudiéramos traer hijos al mundo si a duras penas teníamos para comer nosotros.

La tentación de probar suerte en el nuevo mundo era muy fuerte. Un reclutador de hombres jóvenes le ofreció a Stephan la posibilidad de viajar hacia la aventura y construir una nueva vida. Pero mientras que a él le pagarían el pasaje, yo no contaba con los ahorros suficientes para permitirme cruzar el océano.

Una vez más el destino nos separaba con la promesa de que entre ambos ahorraríamos para que yo pudiera unirme con él más adelante. Nos volvimos a despedir otra vez en el puerto, entre pañuelos al viento y el sonar de las chimeneas, nos dimos un tercer último beso. Tenía bien claro que sin importar las miles de promesas que hiciéramos, nadie nos podía garantizar un futuro juntos. Había visto muchas parejas como nosotros decirse hasta luego. Ninguna de ellas se había reencontrado de momento.

La diferencia era, de todas las despedidas anteriores, que esta vez mi destino estaba en mis manos. La misión de ahorrar dinero no era solo de Stephan, sino que también mía. Sacando provechó de mi experiencia como enfermera, día a día, céntimo a céntimo fui ahorrando el dinero necesario. Para el momento en que Stephan pudo enviarme la mitad del pasaje, yo ya había conseguido el resto.

Cuando pisé tierra firme, al otro lado del mundo, pensé que si había sobrevivido a aquella travesía, no había nada que no pudiera hacer. Poder disfrutar por primera vez de una vida prospera y tranquila al lado de Stephan era un sueño hecho realidad.

Pero nuestra historia había cambiado mi forma de ver la vida. No importaba la promesa de la cantidad de besos que vivir juntos y en paz nos pudiera traer, la agonía de no saber si otra vez tendría que soportar la tortura de un potencial último beso, me hacía vivir cada uno de ellos con más intensidad e intentar aprovecharlo al máximo.

Así fue que la vida siguió avanzando con el trabajo, los hijos y nietos, sin grandes sobresaltos y con una tranquilidad hasta ahora desconocida para nosotros. Aun así continué por el resto de mi existencia exprimiendo cada beso como si ese pudiera ser el último. Así que cuando este finalmente llegó, solo me pareció uno más.

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